Pasados los años, y después del sarampión que
todos sufrimos durante la transición democrática, cada vez me he ido
convenciendo más de que una descentralización política como la que se ha
llevado a cabo en España no ha servido de mucho. Se puede entender (no
justificar) tras un régimen dictatorial y centralista que lo aplastaba todo,
pero la experiencia vivida desde los años ochenta pasados hasta ahora presenta
no pocas sombras.
¿Para que quiero yo autonomías o federalismo si
hay más pobres en España hoy que hace diez años? ¿Para que quiero yo autonomías
o federalismo si las diferencias en renta y riqueza entre las diversas
comunidades españolas se ha agrandado? ¿Qué sentido tiene que un transportista,
al pasar por Despeñaperros hacia el sur, deba cumplir una normativa distinta de
la que se le ha pedido en Galicia? ¿Qué sentido tiene que en los hospitales
públicos (cuando gobernaba UPN-Partido Popular) de Navarra no se pudiesen
practicar abortos según la legislación en vigor? ¿Es justo que un policía cobre
300 euros más al mes en unas comunidades autónomas que en otras? Con los
funcionarios públicos pasa otro tanto de lo mismo en contra de los que dependen
directamente de la
Administración central. Son solo algunos ejemplos.
Francia, que es un gran estado, no ha caído
nunca en descentralización política que valga sencillamente porque se
agrandarían las diferencias entre las ricas y las pobres. Italia nunca ha
descentralizado como España su administración pública y ha hecho bien: eso es
lo que quieren los xenófobos de la Liga
Norte. Otro tanto ocurre con estados constituidos hace siglos
como el Reino Unido, Holanda, Suecia, etc.
El caso de Alemania es distinto: conseguida su
unidad política en la segunda mitad del siglo XIX, no le quedó más remedio
–incluso se vio como necesario- respetar la organización propia de Baviera,
Wüttemberg, Prusia y los demás länder que forman el país. Pero España hizo una
unión dinástica a finales del siglo XV y centralizó su administración –contra
las ambiciones nobiliarias- a principios del XVIII. Las aspiraciones
federalizantes durante el siglo XIX nunca dejaron de ser cosa de minorías que,
cuando tuvieron ocasión de consultar al electorado, se quedaron como tales
minorías.
No se puede inventar un federalismo para un
estado que nunca lo ha tenido. Ello tendrá que ser consecuencia de una
maduración, con la posibilidad de desecharlo, a lo largo de un tiempo largo.
Durante la transición a la democracia, en los años setenta y ochenta pasados,
se hicieron las autonomías aprisa y el galimatías que tenemos nos lo merecemos.
Hay dos comunidades que tienen características
políticas diferenciadas con claridad: Cataluña y Euskadi; los demás casos son
inventos de aquella transición tan alabada por unos y denostada por otros. Hay
una comunidad, Navarra, que tuvo siempre un régimen foral propio y nada obsta
para que lo siga teniendo, lo que no implicaría, ni mucho menos, un parlamento
y un gobierno propios tal y como ahora está configurada. Hay una comunidad,
Canarias, que por su insularidad y apartamiento geográfico, debe de tener
tratamientos fiscales distintos a los del resto del país y ya los tiene, pero
de eso a una comunidad autónoma va un trecho.
Que haya en España comunidades autónomas como La Rioja, Murcia, Cantabria,
Madrid, etc. es una risa, un gasto innecesario y una muestra de que las cosas
se hicieron sin altura de miras. Galicia, por ejemplo, votó dos veces sendos
estatutos de autonomía, en 1936 y en 1981, y fueron a las urnas la menor parte
de su población, en torno al 20% de los electores en el segundo caso y no
disponemos de datos fiables en el primero. Dígaseme si no fue la ensoñación y
el ruido de unos pocos los que llevaron a Galicia a lo que ahora tenemos… total
para que gobierne la derecha una y otra vez, aunque esto sea ya harina de otro
costal.
Si a un extremeño, a un castellano-manchego, a
un leonés o a un balear, se les dice a mediados de los años setenta pasados,
que tendrán parlamentos y gobiernos autónomos se les parte la risa. Y lo cierto
es que hemos llegado a una organización del Estado que nada tiene que ver con
la racionalidad ni con las aspiraciones de muchos españoles, sobre todo los que
no tienen mucho tiempo para bobadas porque trabajan duro y lo que quieren es
que se dé solución a muchos de sus problemas, hoy aún irresueltos.
Siempre he valorado aquella máxima jacobina que
preconiza un estado fuerte para combatir a los poderosos y salir en defensa de
los débiles. Un estado que puede ser amenazado por una minoría de
independentistas, xenófobos o egoístas, no es fuerte; está sujeto a peligros
que a toda costa debe de intentar evitar.
Lo anterior no empece algunos aspectos
positivos de la descentralización, pero aún queda por demostrar que el saldo
haya sido rentable, y para demostrarlo tendríamos que disponer de la
experiencia de un país en democracia sin el modelo territorial que existe hoy.
Creo también que todo intento de reforma constitucional debe de hacerse con un
cuidado exquisito (y sé que algunos no están por ello, ni por la reforma ni por
la exquisitez) pues en 1978 aprobamos un texto que, en su título VIII, fue una
precipitación.
L. de Guereñu Polán.
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