sábado, 3 de noviembre de 2018

LA TRANSACCIÓN POLÍTICA



 La II Guerra Mundial, abrió un escenario distinto en Europa que modifico la situación de provisionalidad creada por la guerra de 1914.  A partir de 1945 se dibuja un mapa, nacido en las conferencia de Yalta y Potsdam, donde  se profundiza la democracia en aquellos países en los que era práctica con nuevos derechos sociales y laborales, y en otros se democratiza su realidad. En ese mapa convive el bloque soviético. Al tiempo la catarsis sobre las ideologías y actores, al menos una parte importante que engendraron la catástrofe, contempla un importante esfuerzo de reivindicación de las víctimas y eliminación  de las huellas de los  verdugos y su castigo, desde la legalidad. 
Los aliados traicionaron nuevamente a España. De forma similar a como lo hicieron durante la lucha del gobierno legítimo de la República Española, contra el golpe de estado fascista y guerra civil subsiguiente, las llamadas potencias democráticas, Inglaterra, Francia, EEUU. El Pacto de No Intervención, indigna coartada, más otras acciones no menos torticeras, debilitaron al gobierno republicano enfrentado a la alianza de fascistas y militares en el interior y a la  agresión militar de la Alemania nazi y  la Italia fascista. Los aliados, bajo la especial férula de EEUU, naciendo en el damero político lo que no tardaría llamarse Guerra Fria, entre mantener sojuzgado al pueblo español bajo el apéndice fascista superviviente  de la guerra y la democracia, no dudando en usar al sátrapa de El Pardo como aliado en su juego. Ciertamente a poco de 1945, una pieza importantísima de la coalición vencedora, la URSS, se había caído de la misma.
Tras la bendición del presidente Eisenhower, impartida urbi et orbe en coche descubierto por las calles de Madrid, el fascismo franquista circuló cómodamente por los predios domésticos y parte de los internacionales. Tanto que el protagonista principal fallecería, cual vivió, en un baño de sangre en un hospital madrileño rodeado de lágrimas de cocodrilo y duelo perfectamente escenificado. Desde aquellas exequias, cuyos ecos alcanzan al día de hoy con el debate abierto sobre el  faraónico mausoleo para albergar a un personaje solo grande por sus crímenes; desde entonces se caminó con paso tambaleante hasta el preámbulo de la Constitución de 1978.
 “La Nación española, deseando establecer la justicia, la libertad y la seguridad y promover el bien de cuantos la integran, en uso de su soberanía, proclama su voluntad de…” Con esa premisa se consagran un rosario de buenas intenciones… Partiendo del ánimo, no con  análoga convicción de todos sus redactores, de establecer una sociedad democrática y avanzada, sobre ese siempre complejo equilibrio que comporta conjugar la libertad, los derechos individuales y los intereses del bien  común. Dejando de forma precaria la respuesta a la estructura territorial del estado, a la forma del mismo y a su  armazón institucional.
Pese a las no pocas dificultades, nacía un ordenamiento jurídico que por primera vez en la historia del Estado conciliaba, durante cuatro  décadas, cotas de un importante progreso económico y social que daba paso a un  positivo  estado del bienestar, convivencia pacífica y una razonable  garantía de los derechos fundamentales y el ejercicio de las libertades públicas. A partir de ahí se inicia una magnificación de lo que dio en llamarse “consenso” en una interpretación quizás muy ligera del término.
Se ha entronizado como mayor virtud de la transacción política habida, a lo  que fue necesidad en un contexto donde cada uno de los protagonistas presionó de forma resuelta, abrupta a veces y con mano de seda otras, con gran opacidad casi siempre y en ocasiones prevaliendo los intereses de las élites que aún estaban en el poder, ante los del común. Omnipresente como música de fondo, el runrún de los sables. Un juego de supervivencias, incertidumbres, ideología, intereses económicos, políticas externas, etc. Algo inherente a la peripecia de transitar de un modelo a otro, donde el pasado se hacía presente en una reforma pactada con las viejas élites políticas y económicas. Y unido a ello, una enorme presión mediática para inducir a la ciudadanía a aceptar como axioma el mensaje de olvido y  aparente reconciliación para desbrozar el camino.
Una situación que evidencia que el consenso no fue sino la impotencia de la suma de debilidades. Una oposición con debilidad negociadora, frente a la debilidad  de legitimidad moral de la fracción del franquismo más aperturistas y con más  visión de futuro. Lo que se derivó no fue sino  una solución impuesta por las circunstancias. Algo que por cierto un importante sector de la población, aún traumatizada por sus vivencias y con ganas de huir de la dictadura refrendó en la persona del Sr. Suárez, deseando eludir riesgos de trances de un pasado no tan lejano. En el subconsciente colectivo, planeó, de forma intermitente, el riesgo de un golpe de estado o una nueva guerra civil, ante la actitud de unas FFAA recelosas frente a cualquier intento democratizador, lo que se mostró como más que mera especulación el 23-F. 
En tanto se afianzaba la conciencia política ciudadana y los hábitos democráticos en una sociedad civil escasamente activa, se produce un tiempo de revisión decreciente de las posiciones ideológicas de la oposición en aras de poder tejer con mínimo éxito el proceso político. Aspectos como la forma de estado, su organización territorial, su laicidad, eran entre  otras, aristas difíciles de salvar.
Qué el proceso transaccional llamado transición, se asimile como el momento de la Historia en que las dos Españas machadianas cicatrizaron sus heridas abrazándose en el tálamo de la democracia. Puede sonar como muy idílico, sin duda mediático, pero está lejano de la realidad. Algo que lo evidencia el trabajo siempre maltratado por los gobiernos conservadores, especialmente de los colectivos entregados a la recuperación de la Memoria Histórica o las plataformas contra la impunidad del franquismo. Es difícil hablar de reconciliación cuando líneas rojas vetan hablar por vía de ejemplo de referéndum sobre la forma de estado o de la impunidad del franquismo, o de los esbirros del franquismo en las últimas décadas del mismo, escamoteándolo en la medida posible, del debate público.
Igual de ilusoria es la atribución de la práctica exhaustiva de generosidad que se atribuye a unos líderes que se vieron forzados  a conciliar con el franquismo para mantener equilibrios, en unos casos para encauzar el avance político y la presencia institucional de la oposición a la dictadura, y en otros dar legitimidad democrática a aquellos cuyas mochilas estaban huérfanas de tales valores. La  transacción habida no fue una ruptura, que difícilmente podría darse con la muerte del dictador en la cama, ni simplemente una reforma, en tanto acabó con la dictadura. Lo más aproximado sería un término medio entre ambas. Algo propio a sentimientos agridulces al tomar conciencia de las fronteras que impone el pragmatismo político en el intento de una vía pacífica hacia las libertades. 
“La teología de la transición” quizás haya tranquilizado un tiempo al cuerpo social, y desde luego es de justicia reconocer que en momentos críticos solventó una situación muy compleja. Pero al tiempo el proceso en estas cuatro décadas fue acumulando temas abiertos en la carpeta de pendientes  en la España de hoy.
Los momentos tensos de los diez o doce últimos años y el “sexenio negro”, bajo la batuta del Sr. Rajoy, han abierto  una severa brecha en la viabilidad del relato transaccional. La “Gran Estafa” también llamada crisis, cayendo como una piedra en el estanque político español abrió círculos concéntricos en planos como el económico por supuesto, pero también en el político, en el social y en el institucional. El proceso iniciado en 1977 y constitucionalizado en 1978 da muestras severas de fatiga y agotamiento. Con sus muchas luces y algunas sombras, el ciclo iniciado hace cuatro décadas  ante un mundo caracterizado por un profundo cambio de paradigmas, ha de dar paso a una etapa que tiene demandas distintas.
Somos una sociedad civil distinta, que en franjas cada vez más amplias ha dejado de ser complaciente y sumisa. Que reivindica su protagonismo y la política como propia.   El zarpazo de la “Gran Estafa” condujo a una precariedad intolerable y la necesidad de una concepción distinta de la política y la democracia. De redimir del subconsciente colectivo el lavado de cerebro de décadas de individualismo y apoliticismo, que sumado al discurso del miedo atenaza eficazmente las conciencias.
La nueva etapa, abierta tras la moción, a la vez que de  censura,  en pro de la dignidad política, y que aunó a una gran parte de la Cámara con visiones políticas distintas  para, por primera vez en nuestra historia, expulsar, por comportamientos inmorales y corruptos a un presidente de gobierno de su cargo, es un mandato afrontar un tiempo donde queden atrás los momentos en que la reforma- ruptura hubo de “aceptar”, transigencias,  complicidades,  y silencios desde 1975  bajo la capa menos legitimada de todo el proceso,  la monarquía borbónica.
La realidad de hoy está haciendo saltar a marchas forzadas los límites casi siempre tenues pero efectivos que se pretendieron poner a lo largo del periodo transaccional a la libertad  en sus variantes de opinión y expresión sobre temas tácitamente acotados. Durante el debate de la moción de censura se olvidaron las famosas “líneas rojas” que hacía un par de años dieron lugar incluso a dinamitar a un secretario general del PSOE. También se percibe  una sensible corrección, de duración imprevisible por su volatilidad, de la postura errática de la otra izquierda estatal en lo táctico y en lo estratégico. Por primera vez en casi una década asoma un lenguaje más inteligible con Cataluña.  Y también por vez primera comienza a percibirse como no descartable que en un plazo no muy largo será necesario tomarse en serio el derecho a decidir, en el marco de una reforma constitucional que ahonde sin titubeos en la coexistencia territorial.  
La estabilidad política y cohesión social tienen que responder a día de hoy unos parámetros distintos que hasta hace muy poco se consideraban propios de la marginalidad en el ámbito de la cultura política. Una cultura política que fue variando en la repulsa del intento de aniquilar el modelo social  yante la barbarie indiscriminada de los recortes y la austeridad selectiva en su aplicación. En el agostamiento del bipartidismo clásico erosionado tanto por la derecha como por la izquierda, y la frustración permanente derivada de un  sistema electoral con severas lagunas, y con deficiencias descriptibles en la autenticidad de la relación elector/ elegible. Temas trascendentes aparcados a lo largo de décadas.
El gobierno surgido de la moción debe gestionar el multipartidismo, de lo cual hay experiencia suficiente en Europa. En el caso español no se ocultan las dificultades notorias por la polarización derivada de la superposición de lo propio en detrimento de lo común. La moción de censura no era en sí misma el cambio de un presidente. Era destituir a un mandatario sepultado por la corrupción y la inoperancia y abrir un tiempo distinto en la política.
Lo grave reside en comportamientos que tras esa premisa, traicionen las expectativas creadas. Que los aliados tácitos para un nuevo tiempo malogren la ilusión generada en aras de estrategias políticas de interés partidistas y corto alcance, lo que será no el fracaso de unos u otros, sino el  descrédito de una clase política ya muy dañada y  la pérdida de confianza definitiva de los ciudadanos en el sistema político, abriendo con ello una interrogante peligrosísima para una visión progresista de la democracia, abundando la incertidumbre de hacia dónde habrá o podrá dirigir su orfandad el cuerpo electoral.
De aquel “No nos falles”, que coreó la militancia y simpatizantes del Partido Socialista la noche electoral del 14 de marzo de 2004, cabría pasar a un “No nos falléis” ante lo que con toda probabilidad debiera convertir un momento crítico de la historia de los pueblos de España en detonante de los cambios profundos pendientes. Tienen una responsabilidad histórica cada uno de los actores que se presumen protagonistas de ese nuevo tiempo. No es aceptable que con su conducta, o miopía electoralista fortalezcan y den oxígeno al horizonte reaccionario que nos acosa y a la política corrupta, devolviendo al principio de los tiempos la situación.
Fidel Castro Ruz, decía en su alegato ante el tribunal que lo juzgaba, “la historia me absolverá”. En este caso la historia no será benevolente con  los que aborten la oportunidad de un tiempo nuevo.

*Artículo publicado en la revista TEMPOS NOVOS del mes de septiembre de 2018, nº 256.
*Antonio Campos Romay ha sido diputado del Parlamento de Galicia.


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