La II Guerra Mundial, abrió un escenario
distinto en Europa que modifico la situación de provisionalidad creada por la
guerra de 1914. A partir de 1945 se
dibuja un mapa, nacido en las conferencia de Yalta y Potsdam, donde se profundiza la democracia en aquellos
países en los que era práctica con nuevos derechos sociales y laborales, y en
otros se democratiza su realidad. En ese mapa convive el bloque soviético. Al
tiempo la catarsis sobre las ideologías y actores, al menos una parte
importante que engendraron la catástrofe, contempla un importante esfuerzo de
reivindicación de las víctimas y eliminación
de las huellas de los verdugos y su
castigo, desde la legalidad.
Los aliados
traicionaron nuevamente a España. De forma similar a como lo hicieron durante
la lucha del gobierno legítimo de la República Española, contra el golpe de
estado fascista y guerra civil subsiguiente, las llamadas potencias
democráticas, Inglaterra, Francia, EEUU. El Pacto de No Intervención, indigna coartada,
más otras acciones no menos torticeras, debilitaron al gobierno republicano
enfrentado a la alianza de fascistas y militares en el interior y a la agresión militar de la Alemania nazi y la Italia fascista. Los aliados, bajo la
especial férula de EEUU, naciendo en el damero político lo que no tardaría
llamarse Guerra Fria, entre mantener sojuzgado al pueblo español bajo el
apéndice fascista superviviente de la
guerra y la democracia, no dudando en usar al sátrapa de El Pardo como aliado
en su juego. Ciertamente a poco de 1945, una pieza importantísima de la coalición
vencedora, la URSS, se había caído de la misma.
Tras la bendición del
presidente Eisenhower, impartida urbi et orbe en coche descubierto por las
calles de Madrid, el fascismo franquista circuló cómodamente por los predios
domésticos y parte de los internacionales. Tanto que el protagonista principal
fallecería, cual vivió, en un baño de sangre en un hospital madrileño rodeado
de lágrimas de cocodrilo y duelo perfectamente escenificado. Desde aquellas
exequias, cuyos ecos alcanzan al día de hoy con el debate abierto sobre el faraónico mausoleo para albergar a un
personaje solo grande por sus crímenes; desde entonces se caminó con paso
tambaleante hasta el preámbulo de la Constitución de 1978.
“La Nación española, deseando establecer la
justicia, la libertad y la seguridad y promover el bien de cuantos la integran,
en uso de su soberanía, proclama su voluntad de…” Con esa premisa se consagran
un rosario de buenas intenciones… Partiendo del ánimo, no con análoga convicción de todos sus
redactores, de establecer una sociedad democrática y avanzada, sobre ese
siempre complejo equilibrio que comporta conjugar la libertad, los derechos
individuales y los intereses del bien
común. Dejando de forma precaria la respuesta a la estructura
territorial del estado, a la forma del mismo y a su armazón institucional.
Pese a las no pocas
dificultades, nacía un ordenamiento jurídico que por primera vez en la historia
del Estado conciliaba, durante cuatro décadas,
cotas de un importante progreso económico y social que daba paso a un positivo
estado del bienestar, convivencia pacífica y una razonable garantía de los derechos fundamentales y el
ejercicio de las libertades públicas. A partir de ahí se inicia una
magnificación de lo que dio en llamarse “consenso” en una interpretación quizás
muy ligera del término.
Se ha entronizado como
mayor virtud de la transacción política habida, a lo que fue necesidad en un contexto donde cada
uno de los protagonistas presionó de forma resuelta, abrupta a veces y con mano
de seda otras, con gran opacidad casi siempre y en ocasiones prevaliendo los
intereses de las élites que aún estaban en el poder, ante los del común.
Omnipresente como música de fondo, el runrún de los sables. Un juego de supervivencias,
incertidumbres, ideología, intereses económicos, políticas externas, etc. Algo
inherente a la peripecia de transitar de un modelo a otro, donde el pasado se
hacía presente en una reforma pactada con las viejas élites políticas y económicas.
Y unido a ello, una enorme presión mediática para inducir a la ciudadanía a
aceptar como axioma el mensaje de olvido y aparente reconciliación para desbrozar el
camino.
Una situación que
evidencia que el consenso no fue sino la impotencia de la suma de debilidades.
Una oposición con debilidad negociadora, frente a la debilidad de legitimidad moral de la fracción del
franquismo más aperturistas y con más visión de futuro. Lo que se derivó no fue sino
una solución impuesta por las
circunstancias. Algo que por cierto un importante sector de la población, aún traumatizada
por sus vivencias y con ganas de huir de la dictadura refrendó en la persona
del Sr. Suárez, deseando eludir riesgos de trances de un pasado no tan lejano.
En el subconsciente colectivo, planeó,
de forma intermitente, el riesgo de un golpe de estado o una nueva guerra civil,
ante la actitud de unas FFAA recelosas frente a cualquier intento
democratizador, lo que se mostró como más que mera especulación el 23-F.
En tanto se afianzaba
la conciencia política ciudadana y los hábitos democráticos en una sociedad
civil escasamente activa, se produce un tiempo de revisión decreciente de las
posiciones ideológicas de la oposición en aras de poder tejer con mínimo éxito
el proceso político. Aspectos como la forma de estado, su organización
territorial, su laicidad, eran entre otras, aristas difíciles de salvar.
Qué el proceso transaccional
llamado transición, se asimile como el momento de la Historia en que las dos
Españas machadianas cicatrizaron sus heridas abrazándose en el tálamo de la
democracia. Puede sonar como muy idílico, sin duda mediático, pero está lejano
de la realidad. Algo que lo evidencia el trabajo siempre maltratado por los
gobiernos conservadores, especialmente de los colectivos entregados a la
recuperación de la Memoria Histórica o las plataformas contra la impunidad del
franquismo. Es difícil hablar de reconciliación cuando líneas rojas vetan
hablar por vía de ejemplo de referéndum sobre la forma de estado o de la impunidad
del franquismo, o de los esbirros del franquismo en las últimas décadas del
mismo, escamoteándolo en la medida posible, del debate público.
Igual de ilusoria es la
atribución de la práctica exhaustiva de generosidad que se atribuye a unos
líderes que se vieron forzados a
conciliar con el franquismo para mantener equilibrios, en unos casos para encauzar
el avance político y la presencia institucional de la oposición a la dictadura,
y en otros dar legitimidad democrática a aquellos cuyas mochilas estaban
huérfanas de tales valores. La
transacción habida no fue una ruptura, que difícilmente podría darse con
la muerte del dictador en la cama, ni simplemente una reforma, en tanto acabó
con la dictadura. Lo más aproximado sería un término medio entre ambas. Algo
propio a sentimientos agridulces al tomar conciencia de las fronteras que
impone el pragmatismo político en el intento de una vía pacífica hacia las
libertades.
“La teología de la
transición” quizás haya tranquilizado un tiempo al cuerpo social, y desde luego
es de justicia reconocer que en momentos críticos solventó una situación muy
compleja. Pero al tiempo el proceso en estas cuatro décadas fue acumulando temas
abiertos en la carpeta de pendientes en
la España de hoy.
Los momentos tensos de
los diez o doce últimos años y el “sexenio negro”, bajo la batuta del Sr. Rajoy,
han abierto una severa brecha en la
viabilidad del relato transaccional. La “Gran Estafa” también llamada crisis, cayendo
como una piedra en el estanque político español abrió círculos concéntricos en
planos como el económico por supuesto, pero también en el político, en el
social y en el institucional. El proceso iniciado en 1977 y constitucionalizado
en 1978 da muestras severas de fatiga y agotamiento. Con sus muchas luces y
algunas sombras, el ciclo iniciado hace cuatro décadas ante un mundo caracterizado por un profundo
cambio de paradigmas, ha de dar paso a una etapa que tiene demandas distintas.
Somos una sociedad
civil distinta, que en franjas cada vez más amplias ha dejado de ser
complaciente y sumisa. Que reivindica su protagonismo y la política como
propia. El zarpazo de la “Gran Estafa” condujo
a una precariedad intolerable y la necesidad de una concepción distinta de la
política y la democracia. De redimir del subconsciente colectivo el lavado de
cerebro de décadas de individualismo y apoliticismo, que sumado al discurso del
miedo atenaza eficazmente las conciencias.
La nueva etapa, abierta
tras la moción, a la vez que de censura,
en pro de la dignidad política, y que
aunó a una gran parte de la Cámara con visiones políticas distintas para, por primera vez en nuestra historia,
expulsar, por comportamientos inmorales y corruptos a un presidente de gobierno
de su cargo, es un mandato afrontar un tiempo donde queden atrás los momentos en
que la reforma- ruptura hubo de “aceptar”, transigencias, complicidades,
y silencios desde 1975 bajo la
capa menos legitimada de todo el proceso,
la monarquía borbónica.
La realidad de hoy está
haciendo saltar a marchas forzadas los límites casi siempre tenues pero
efectivos que se pretendieron poner a lo largo del periodo transaccional a la
libertad en sus variantes de opinión y
expresión sobre temas tácitamente acotados. Durante el debate de la moción de
censura se olvidaron las famosas “líneas rojas” que hacía un par de años dieron
lugar incluso a dinamitar a un secretario general del PSOE. También se percibe una sensible corrección, de duración
imprevisible por su volatilidad, de la postura errática de la otra izquierda
estatal en lo táctico y en lo estratégico. Por primera vez en casi una década
asoma un lenguaje más inteligible con Cataluña. Y también por vez primera comienza a
percibirse como no descartable que en un plazo no muy largo será necesario
tomarse en serio el derecho a decidir, en el marco de una reforma
constitucional que ahonde sin titubeos en la coexistencia territorial.
La estabilidad política
y cohesión social tienen que responder a día de hoy unos parámetros distintos que
hasta hace muy poco se consideraban propios de la marginalidad en el ámbito de la
cultura política. Una cultura política que fue variando en la repulsa del
intento de aniquilar el modelo social yante la barbarie indiscriminada de los
recortes y la austeridad selectiva en su aplicación. En el agostamiento del
bipartidismo clásico erosionado tanto por la derecha como por la izquierda, y
la frustración permanente derivada de un
sistema electoral con severas lagunas, y con deficiencias descriptibles
en la autenticidad de la relación elector/ elegible. Temas trascendentes aparcados
a lo largo de décadas.
El gobierno surgido de
la moción debe gestionar el multipartidismo, de lo cual hay experiencia
suficiente en Europa. En el caso español no se ocultan las dificultades
notorias por la polarización derivada de la superposición de lo propio en
detrimento de lo común. La moción de censura no era en sí misma el cambio de un
presidente. Era destituir a un mandatario sepultado por la corrupción y la
inoperancia y abrir un tiempo distinto en la política.
Lo grave reside en
comportamientos que tras esa premisa, traicionen las expectativas creadas. Que los
aliados tácitos para un nuevo tiempo malogren la ilusión generada en aras de
estrategias políticas de interés partidistas y corto alcance, lo que será no el
fracaso de unos u otros, sino el descrédito
de una clase política ya muy dañada y la
pérdida de confianza definitiva de los ciudadanos en el sistema político, abriendo
con ello una interrogante peligrosísima para una visión progresista de la
democracia, abundando la incertidumbre de hacia dónde habrá o podrá dirigir su
orfandad el cuerpo electoral.
De aquel “No nos
falles”, que coreó la militancia y simpatizantes del Partido Socialista la
noche electoral del 14 de marzo de 2004, cabría pasar a un “No nos falléis”
ante lo que con toda probabilidad debiera convertir un momento crítico de la
historia de los pueblos de España en detonante de los cambios profundos
pendientes. Tienen una responsabilidad histórica cada uno de los actores que se
presumen protagonistas de ese nuevo tiempo. No es aceptable que con su conducta,
o miopía electoralista fortalezcan y den oxígeno al horizonte reaccionario que
nos acosa y a la política corrupta, devolviendo al principio de los tiempos la
situación.
Fidel Castro Ruz, decía
en su alegato ante el tribunal que lo juzgaba, “la historia me absolverá”. En
este caso la historia no será benevolente con los que aborten la oportunidad de un tiempo
nuevo.
*Artículo
publicado en la revista TEMPOS NOVOS
del mes de septiembre de 2018, nº 256.
*Antonio
Campos Romay ha sido diputado del Parlamento de Galicia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario