viernes, 16 de marzo de 2018

Manteros y globalización



La muerte de un inmigrante residente en Madrid, cuando huía de la policía, que quizá intentaba darle alcance por practicar un tipo de comercio que se considera ilegal en España, ha destapado lo que ya debía estar en la agenda de todos los responsables políticos, pero también de todos los ciudadanos que tienen un mínimo nivel de conciencia sobre el mundo en el que vivimos y sus problemas irresueltos.

Ya se ha dicho que un deportista de elite no tiene problema alguno para legalizar su residencia en España –y en otros países- pasando a ingresar fortunas anuales, mientras que comunidades enteras de inmigrantes permanecen durante años en la ilegalidad, sometidos a la presión pública y teniendo que realizar su trabajo en condiciones denigrantes. En un mundo globalizado, donde cada uno vende y compra donde quiere, va y viene, exporta e importa, mantener prevenciones sobre la inmigración va quedando fuera de lugar. No ignoro que el problema tiene difícil solución, por lo que tendría que darse el concurso de muchas administraciones (Unión Europea, estados, municipios, etc.) para cambiar la actual situación, verdaderamente injusta.

El inmigrante que se dedica a vender productos expuestos sobre una manta, cogida en sus cuatro esquinas por un cordel, va a seguir existiendo mientras dicho inmigrante no tenga otro modo más cómodo de vida, aunque las policías, las autoridades y la misma divinidad se empeñen en evitarlo. La sobrevivencia manda sobre todo lo demás. Lo cierto es que los manteros y otros que practican oficios no reconocidos legalmente no roban, aunque sí compiten deslealmente con los comerciantes que pagan sus impuestos y están sometidos a una serie de normas de obligado cumplimiento.

En primer lugar está la Ley de Extranjería en nuestro país, manifiestamente mejorable; faltan acuerdos con los países de origen de los inmigrantes para que estos no se vean obligados a abandonarlos; es necesario que ciertos comportamientos policiales (que estoy seguro son minoritarios) se moderen e incluso se humanicen, y los Ayuntamientos, sobre todo de las grandes capitales, deben tener este asunto como prioritario si quieren evitar convulsiones que lleven a situaciones trágicas. Casi nada: estoy pidiendo, ni más ni menos, que la riqueza se reparta de manera distinta a como lo está.

Porque si los estados allegasen recursos suficientes (y no es posible conseguirlos si no se sacan de donde están, en manos de las grandes fortunas, empresas y bancos) se podría facilitar la vida de personas que están ilegales y practican actividades económicas ilegales, para que viviesen y actuasen en la legalidad. Estados débiles, injusticias; Estados fuertes (siempre que administrados honradamente), justicia y equidad. No queda otra.

Como estoy seguro de que en las próximas décadas, por lo menos, no se conseguirán los objetivos que aquí expongo (insisto en que el problema entraña enormes dificultades), dentro de poco tendremos nuevas revueltas, casos dramáticos o trágicos y vuelta a tirarnos de los pelos. Los que se reclaman progresistas (socialistas o como quieran) han de saber que con la lógica económica actual no hay solución a graves problemas sociales que surgen episódicamente, pero que dejan un lastre de dolor que clama al cielo.

No es posible legalizar el comercio ahora ilegal porque perjudica al legal; no es posible dar vía libre a toda la inmigración que se presente porque no se dispone de recursos para atenderla, pero sí es posible luchar contra el injusto reparto de la riqueza, aunque difícil, sobre todo si no se tiene el apoyo político suficiente, y no se tiene –en algún caso particular- porque se ha dilapidado. Además, la solución a estos problemas ha de ser global, por lo menos a nivel continental, para lo que es necesario concitar el acuerdo de agentes políticos muy distintos y dispares.

Al menos podríamos tener conciencia de que el problema que tenemos planteado es a largo plazo, y por lo tanto no debemos caer en palabrerías vacías de contenido, consistentes en echar la culpa a la policía o a unos inmigrantes que han sentido en su propia carne la muerte de uno de ellos.

L. de Guereñu Polán.

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