Fotografía de "Faro de Vigo"
Aprovechando la pleamar
a las 20,44 horas del día de la fecha, paseé hasta el puerto, o lo que queda de
él, en la ciudad de Pontevedra. El fragor de los automóviles que discurren por
el puente de la autopista, las dársenas convertidas en aparcaderos para coches
y ni un solo barco pesquero, cuando la Pontevedra bajomedieval y moderna había
sido capital de los mareantes de Galicia, y a ellos debió, en buena parte, su
prosperidad. Ahora, solo unos pocos y desvencijados barcos deportivos…
A lo lejos, mirando
hacia la ría, las grúas del puerto de Marín, la autovía que destrozó una zona
marismeña y playera, la fábrica de pasta para papel que algunos quieren “fora
xa”, sin pararse en las consecuencias para los cientos de familias que viven de
ella; los dueños de la fábrica a lo suyo en comunión apretada con las
autoridades de la Xunta y, mientras tanto, pendientes de una sentencia judicial
que puede condicionar el futuro de la industria más importante de Pontevedra.
Nadie habla del necesario pacto interinstitucional para salvar los puestos de
trabajo, la ría y las inversiones cuantiosas ahí enterradas. El resto son unos
pocos almacenes y empresas ubicadas en las moderadas laderas del interior,
teniendo por acceso tortuosas carreteras que proceden del pleno franquismo.
Al otro lado el monte
de la Caeira, antaño propiedad de los marqueses de Riestra y hoy maltratado por
un sin número de horribles casas que reptan por la pendiente, a cada cual más
agresiva con el paisaje: Poio “pequeño” -se decía en mi niñez- San Salvador,
densamente poblado pero abandonado a su suerte.
Pontevedra (“modelo de
ciudad” dice falsariamente su alcalde) no tiene política industrial desde
nunca; habiendo obtenido la capitalidad provincial a duras penas cuando el
siglo XIX mediaba, se quedó en una ciudad de pequeños comerciantes,
funcionarios y militares de poca monta. Algún noble venido a menos por aquí,
picapleitos en corto número y una burguesía provinciana que ha sido bien
estudiada por una doctoranda que conozco.
Llegó el ferrocarril
cuando la centuria terminaba y no sirvió gran cosa para que la ciudad (ahora ya
no villa) prosperase como sí lo hicieron Vigo, A Coruña, Ferrol e incluso otras
villas medianas. Pontevedra pasó el franquismo con el título oficioso de “la
Atenas de Galicia” por la concentración aquí de algunos de la generación Nós y conservó la leyenda urbana del loro
Ravachol como si de un blasón se tratase. El boticario Feijóo debía ser leído,
pues eligió tal nombre para el charlatán que hacía las delicias de no pocos
frente a la iglesia de la Peregrina, un revolucionario anarquista que pagó con
su vida un siglo después de la Revolución Francesa.
Llegó la democracia y
se hicieron con el mando municipal unos que veían con desconfianza el nuevo
régimen; incluso el alcalde que me tocó sufrir demostró un talante embrutecido
y de ignorancia superior. Se perdió mucho tiempo en tonterías y Pontevedra sin
planeamiento urbano, sin industria, sin infraestructuras, sin autopista, que
algunos decían iba a sangrar Galicia de norte a sur. ¡Cuánta palabrería huera!
Curiosamente la ciudad
ha crecido en población por el establecimiento en sus cercanías de la Brigada “Galicia”
VII (BRILAT), que aportó varios cientos de familias. Se ha recuperado para los
paseantes la zona vieja de la ciudad –como en otras poblaciones gallegas-; ello
ha estimulado el sector hostelero, que no es precisamente puntero para los
tiempos que vienen; se han abierto nuevos barrios con terrenos ganados para el
uso comunitario, modestos en su factura; Pontevedra se ha beneficiado de
políticas nacionales y europeas, como es el caso de algunos centros educativos,
recursos allegados para infraestructuras...
Los dueños de una
empresa maderera, hace unos años, la desmantelaron y se llevaron sus capitales
a otros horizontes; ahora un modesto plan urbanístico ha adecentado la zona con
edificios exentos, pero lo más notable son los paseos a la vera del Lérez,
dejándose acompañar por los piragüistas y los amigos del eje pedalier.
Con casi treinta grados,
a las 21,30 de la tarde, regresé de aquellas vistas y pensamientos a casa. ¿Habrá
quien comprenda que si una ciudad apuesta solo por el sector servicios, o este
es avanzado o está condenada al furgón de cola?
L. de Guereñu Polán.
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