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La interrupción voluntaria del
embarazo ha sido motivo de polémica a lo largo de la historia, pero en las
sociedades avanzadas actuales se admite que la mujer pueda decidir, en
determinados casos y condiciones, si interrumpe el embarazo o no. Sabido es que
el drama que acompaña a la mujer cuando se plantea el aborto de su feto suele
estar motivado por razones de grave inconveniente para su futuro (precocidad en
la concepción), económicas, violación, riesgo para la vida de la madre y otras
quizá de menor entidad. Si la legislación del país donde reside esa mujer
contempla que aborte su feto en condiciones de seguridad y de acuerdo con
pautas sanitarias adecuadas, su vida no correrá peligro salvo situaciones
sobrevenidas, pero si no existe legislación al respecto o esta criminalizó el
aborto del feto, las consecuencias para la mujer suelen ser más dramáticas,
peligrosas y, en todo caso, caldo de cultivo para especuladores.
Se pueden alegar casos de mujeres
que pretendieron interrumpir su embarazo, rectificaron y luego se alegraron de
la decisión tomada. Son casos respetables que corresponden a la intimidad de
cada persona, pero esto no puede ser disculpa para prohibir a quien desee
abortar su feto con la amenaza de una condena penal.
Ya en la antigüedad, en el Egipto
del valle del Nilo, por ejemplo, la práctica del aborto fue algo asumido, como
en las sociedades de la civilización grecolatina. Con la expansión de la moral
cristiana interpretada por los sacerdotes de la primera época (no por las
fuentes evangélicas de la vida de Cristo) se consideró que interrumpir el
embarazo era pecaminoso, y la Iglesia hizo bandera de esta interpretación, tan
arbitraria como la contraria, pero que, en todo caso, limitó la libertad de la
mujer para decidir: y no otra cosa está en el origen de las morales y
legislaciones antiabortistas, someter a la mujer a la voluntad del varón o de
las autoridades, la mayor parte de las veces varones.
Hubo algún pensador en el siglo
XVIII que señaló que, de la misma forma que el fruto forma parte del árbol, el
feto forma parte del cuerpo de la mujer, por lo que esta podrá decidir como lo
hace cualquier persona que, por ejemplo, quiere amputarse un miembro o decide
quitarse la vida.
La derecha española, hablando
solo desde inicios del siglo XX, ha sido contraria a esa autonomía de la mujer, pero no sabemos qué ocurriría si el
hombre tuviese la oportunidad de concebir y, por lo tanto, alumbrar o no un
nuevo ser. La prohibición del aborto voluntario es un acto de violación de los
derechos de las mujeres sobre ellas mismas, cuando el ejercicio de esos
derechos no perjudican a terceros. El feto no es, según la legislación de
cualquier país, una persona, pues no vive independientemente de la madre, y no
sufre si es objeto de un aborto. En no pocos países europeos fueron gobiernos
de mayoría demócrata-cristiana los que legislaron para regular el aborto.
La hipocresía en la derecha española
es aún mayor cuando, por razones electorales o de oportunidad política, ha
zigzagueado aceptando legislaciones avanzadas en esta materia (la actual en
España) o no. A un ministro de Justicia del PP le costó el puesto ser coherente
con el programa electoral de su partido y presentar un proyecto de Ley que
rectificaba seriamente la legislación socialista preexistente. Ahora, el
neófito Presidente del PP quiere desandar esos pasos y regresar a la política
restrictiva contra los derechos qu disfrutan las mujeres.
Claro que sería una aberración,
médica y ética, que la ley permitiese abortar fetos en cualquier tiempo y
lugar, pero no es el caso. Lo que hoy existe en España –y el PP no quiere- es
una legislación sobre la interrupción del embarazo racional, con gran apoyo
social y en consonancia con lo existente en los países más avanzados en esta
materia en el mundo. Pero la caverna acecha…
L. de Guereñu Polán.
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