El ciudadano en
cuestión fue a la Subdelegación del Gobierno para solicitar cita previa (se
trataba de entregar un documento en el registro), pero el funcionario ocioso
que se encontraba en la entrada le dijo que no podría dársela hasta siete días
más tarde, es decir, fuera del plazo que el ciudadano tenía para realizar el
trámite (se trataba de ejercer un derecho). El funcionario ocioso le preguntó
si quería la cita para dentro de siete días o no, a lo que el ciudadano asintió,
aunque el plazo ya hubiese vencido.
A los pocos días el
mismo ciudadano fue al Ayuntamiento para pedir cita previa con el objeto de ser
recibido por un jefe de negociado. El funcionario de la ventanilla le dijo que
para pedir dicha cita tendría que telefonear al número que figuraba en un cartel
allí mismo. El ciudadano, desde el mismo lugar hizo la llamada telefónica,
viendo cómo el funcionario levantaba el teléfono, le atendía y facilitaba la
cita que, sin el uso del teléfono, no le había dado.
El ciudadano del que
hablamos tuvo que realizar una gestión ante la empresa suministradora del gas,
pero le salió al teléfono una voz grabada: “todos nuestros operadores están
ocupados, espere un momento”, y a continuación sonó durante unos quince minutos
una música monótona y desencajada. El ciudadano optó por colgar el teléfono y
dejar el asunto para otro día.
Ese otro día tuvo que
ir al médico, pero no fue atendido personalmente, sino mediante una cita previa
mediante la facilitación de sus datos a una voz grabada, la cual, falta de la
inteligencia humana, no hizo el registro debido y, al cabo de unos días, el
ciudadano no tenía la cita para ser atendido por su médico.
El ciudadano escribió
entonces al responsable regional de Sanidad, el cual puso la reclamación en
manos de un subordinado del séptimo escalafón, el cual contestó en un pliego
estándar que el servicio de citas había sido concedido a una empresa privada,
por lo que la Administración nada tenía que ver en el asunto.
El ciudadano en
cuestión se tomó una caña con unos amigos y comentó esto último (dejando lo
anterior para no aburrirlos), a lo que uno contestó que el gerente de la
empresa privada concesionaria del servicio de citas era amigo íntimo suyo y del
responsable regional de Sanidad, de lo que infirió nuestro protagonista que así
se explicaba alguna de las anomalías sufridas.
El ciudadano del que
hablamos sufrió algunos contratiempos más, esta vez de tipo personal, por lo
que entró en un estado de ansiedad del que no pudo ser atendido por el médico
sino recurriendo a uno privadamente (le pagó 100 euros). Para no tener que
pagar el coste del medicamento recetado tuvo que pedir cita a su médico de la
Seguridad Social, pero este se encontraba de vacaciones y la sustituta no
estaba ducha en el oficio, lo que demoró la adquisición del fármaco, por lo que
nuestro ansioso ciudadano optó por pagar el precio de mercado.
El accidente sufrido
por un hijo adolescente sumió a nuestro ciudadano en un estado deplorable, a lo
que hay que añadir cierto enfrentamiento con su jefe (trabaja en una empresa
privada) consecuencia de su inestabilidad emocional.
Pasados unos meses
nuestro hombre pudo ser atendido por un psiquiatra una vez fue ingresado de
urgencia en el hospital público de su ciudad, de lo que resultó el diagnóstico
de que el ciudadano sufría un cierto grado de idiotismo, pero no innato, sino
adquirido. Desde entonces el hombre se hace reconocer por sus amistades y
compañeros como el ciudadano idiotizado… y no es el único, hay unos cuantos
miles, si no más, en el mismo estado.
L. de Guereñu Polán.
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