Esta fue la consigna que mantuvo durante todo su mandato el Presidente
Negrín, entre 1937 y 1939. Fueron los peores años de la guerra, porque
desde septiembre del primero había caído el norte industrial en manos de
los sublvedados y en el siguiente el avance por Aragón hacia Cataluña y
el Mediterráneo fue casi incontenible. La valiente consigna de Negrín
no se cumplió y España sufrió la mayor dictadura de su historia.
El profesor Enrique Moradiellos ha reivindicado la obra de Negrín al
frente del Gobierno republicano español durante aquellos años. Tuvo que
aceptar a los comunistas en la dirección del Estado, porque de ellos
dependía la ayuda soviética a la República, tuvo que sufrir los
desplantes de los países democráticos occidentales, particularmente de
Gran Bretaña y Francia, que nunca se decidieron a colaborar con la
República ni siquiera en alimentos. Tuvo que soportar la división en el
Partido Socialista, sobre todo desde el cese de Prieto en la cartera de
Defensa, que la dirigía sin esperanza en el triunfo. El realismo de
Prieto era admirable, pero no se puede ser ministro de Defensa y estar
convencido de la derrota.
El año 1938 fue tan terrible para la República española que asombra la
decisión de un hombre en mantenerse al frente de la misma, aún sabiendo
las pocas posibilidades que había de que se llegase a un acuerdo de paz,
ya que no a la victoria. Incluso sabiendo lo que los comunistas
soviéticos habían hecho en mayo de 1937 con el dirigente comunista
Andreu Nin, Negrín creyó que antes era el interés general de los
españoles y no los escrúpulos sobre éste o aquel acontecimiento, por
grave que fuese. Cuando Azaña le nombró presidente del Gobierno
-escribió- lo hizo por su determinación y tenacidad en no rendirse,
habiéndosele anunciado por Negrín que la guerra duraría "¡otro año!"
(faltaban en realidad dos...).
A Negrín se debe la reorganización del cuerpo militar de Carabineros, la
decisión de enviar el oro despositado en el Banco de España para pagar
el armamento soviético (documentos que entregó al gobierno de Franco una
vez acabada la guerra para que quedase constancia de que nadie se había
aprovechado del tesoro nacional). Francia y Gran Bretaña -dice
Moradiellos- hicieron lo mismo (con otro destinatario) durante la
primera guerra mundial. Negrín tuvo que decidir el aplastamiento de la
rebeldía anarquista en Barcelona y sufrir el aislamiento internacional;
alquien que era conocido en los foros exteriores y que llegó a presidir
una sesión de la Sociedad de Naciones.
Una de las máximas preocupaciones de Negrín fue atender a las
necesidades básicas de la población, que se desnutría y perdía la
esperanza en una salida honrosa. Otra fue conseguir una paz donde no
hubiese represalias ni fusilamientos, para lo que consiguió del gobierno
de México (¡honor a Lázaro Cárdenas!) que miles de españoles,
significados más o menos como republicanos de todos los signos, fuesen
acogidos en aquel país. Más tarde conseguiría que 400.000 españoles
fuesen acogidos en Francia como exiliados políticos. Llegó a negociar en
Suíza, aprovechando un viaje a la Sociedad de Naciones, con una
autoridad media de la Alemania nazi para que éste país mediase ante
Franco una salida honrosa para los republicanos tras la guerra: no tuvo
éxito, pero este sacrificio es claro indicio de la lucha que Negrín
mantuvo para salvar vidas.
Aún en el exilio siguió manteniendo la legitimidad de la República en
su persona, asistiendo a sesiones de Cortes en varios países (hasta
1945). Pidió denodadamente que la España de Franco se beneficiase del
Plan Marshall, lo que no fue entendido por otros dirigentes, incluso
socialistas, que consideraban había que ahogar al régimen. Bien sabía
Negrín que antes estaban la población hambrienta y las necesidades de la
patria. Trató de unir a los republicanos en el exilio sin conseguirlo,
hasta el extremo de que algún diplomático británico se hizo eco de ello.
La guerra había destrozado a España, a la República como régimen
político, y había desunido a los que debían estar unidos en la
desgracia. Aún hoy no se da esa unidad.
L. de Guereñu Polán.
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