Se
inicia el curso político con discursos
previsibles de todos los que temen la libertad. Los que por considerarla el
pilar de la emancipación del ser humano se aúnan en aras de recortarla y
destruirla aferrándose a cualquier mecanismo que permitan enclaustrar en el
espacio de sus mentes estrechas y sus intereses mezquinos a toda una sociedad.
Se reitera
un mensaje donde en la prelación, los valores colectivos y armónicos quedan
lejanos, mientras adquieren entidad conceptos exacerbados sobre el territorio u
otros rescatados del siglo XIX de la organización social y del trabajo.
En
medio del hastío generalizado por la incuria de los poderes públicos ante una
corrupción que se muestra peligrosamente sistémica, crece la exasperación de
quienes son victimas de la misma. Y la indignación, al observar como se la
frivoliza reduciéndola a un arma más de la liza política, no una patología que
requiere cirugía urgente. Algo que propicia que desde posiciones populistas de nuevo
cuño se intente persuadir al ciudadano con discursos distintos a no esperar
nada de los políticos dando por sentado
que la política es algo intrínsecamente malo. Que unos y otra son incapaces de
afrontar las contradicciones en que se debate la sociedad. Un discurso que más
allá de su presunta modernidad tiene mucho de añejo y peligrosamente frontero al
fascismo, pero permeable en tiempos críticos.
El
escenario se comparece con una sociedad que agoniza, en la que la dignidad
humana ha dejado de ser la piedra angular de su construcción y del proyecto
colectivo. En la que se desmorona la certeza heredada de progreso y evolución sin
soluciones de continuidad. Una sociedad en la que prima un sentimiento de
resignación y abandono aceptando con obediencia sus protagonistas el papel de
cobayas en un experimento político, social y económico cuya esencia es retrotraer
la condición de la ciudadanía un par de siglos atrás. Incluso se acepta cada
vez con mayor naturalidad que la acción militar sea elemento de elección para
determinar el destino de los pueblos. Sin apenas resistencia estamos siendo
imbuidos de un fatalismo suicida que abona indulgente sustituir la barbarie y las
formas virulentas por el humanismo.
Se advierte,
no sin razón, del gravísimo riesgo de los dogmatismos. Algo que adquiere
comportamientos genocidas en algunas áreas geográficas. Como
contrapartida la laicidad es atacada de forma torpe y grosera, intentando desde
el monopolio de las presuntas verdades reveladas, imponerlas a las personas anulando
su criterio como ser racional. Un fundamentalismo que regula como estudio
obligado materias de una determinada confesión en detrimento de la formación
ciudadana, y que convierte en política de estado obsesiones enfermizas sobre la
sexualidad y una determinada moralidad que se imponen a la población
violentando los espacios más privados del ser humano. Un gobierno presuntamente
civil alimentado espiritualmente por visiones tridentinas se esmera en rehacer
las ataduras que durante siglos atraparon la sociedad en el desprecio a la
cultura, la ciencia y la razón bajo el peso de temores, dogmas y credos
contrarios a cualquier heterodoxia.
En
paralelo otra gran depositaria de utopía e ilusión, la Europa de la civilización y la solidaridad cae victima
de las fauces de la Europa espuria, parasitada por mercaderes y especuladores.
Un apéndice triste de intereses transoceánicos y vectores de la globalización económica
más descarnada. Las avenidas de libertad, fraternidad y progreso diseñadas en
la década de los sesenta dan paso a un laberinto hosco, suma de callejones sin
salida que oscurecen el camino.
Se
inicia un nuevo curso político, con la misma gastada melodía, con intérpretes rutinarios,
desincentivados, sin que el celaje gris y cansino ofrezca ventanas a la ilusión
o la esperanza. A reflexiones sólidas, rigurosas, elaboradas con valor cívico y
desde la ética. Encaminadas a afrontar un mañana, que ya es hoy.
O
sea, más o menos se inicia el curso político con tan pocas razones alentadoras, como cada año habido durante este trienio
negro.
Antonio Campos Romay
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