La mejor manera de honrar a todos los que
lucharon y participaron en el mantenimiento democrático de la
II República española, no es loarla
permanentemente, sino aprender de ella viendo donde estuvieron sus errores, sus
excesos y las dificultades que no pudo superar.
Nacida de forma pacífica (como la
I República) ante el vacío de poder dejado
por la declinante monarquía de Alfonso XIII, resultado de una voluntad
manifestada en las elecciones municipales de abril de 1931, la
II República, sin embargo, cometió errores
que hoy, con perspectiva, estamos en condiciones de ver mejor. Uno de ellos fue
el trato (ataque dicen otros) que se dio a la Iglesia católica al
impedirle adquirir bienes, la prohibición para ejercer cualquier industria o
actividad comercial, al igual que la enseñanza.
¿A que esto? ¿No podría la Iglesia, como cualquier
otra asociación –y así la consideró la Constitución de 1931- realizar las actividades
que cualquier otra persona física y jurídica? Claro que se puede entender el
anticlericalismo republicano que ya se había manifestado con católicos tan
fervientes como Canalejas, pero una cosa es entender y otra justificar. La Iglesia había cometido
tantos abusos a lo largo de los siglos, se la veía por amplios sectores tan
arrimada al poder político y económico, tan entrometida hasta en la vida
privada de las personas, que era lógico un anticlericalismo que las autoridades
republicanas nunca convirtieron en violento.
Ya hay historiadores que han explicado el error
que representó la extensión de los estatutos de autonomía a toda prisa, cuando
los problemas del país estaban en otro lado: crisis de 1929, el mundo agrario,
la división en el ejército, el auge de los partidos fascistas, el desorden
público practicado por unos y otros… Como los nacionalistas habían estado en el
Pacto de San Sebastián tuvieron prisa en que se cumplieran los compromisos allí
adquiridos y creo que se equivocaron.
Manuel Azaña, en sus “Causas de la guerra de
España” confiesa que el principal baluarte que se enfrentó a la República española fue la Iglesia, con su legión de
obispos y propagandistas, empresarios y partidos católicos, curas en cada
rincón de España, desde los púlpitos, incardinados como estaban en la sociedad
civil.
Pero la República declaró en su artículo 1º, mientras
nobleza y ricachones ponían los ojos a cuadros, que “España es una República
democrática de trabajadores de toda clase”, igualó a los españoles ante la ley,
permitió la descentralización del Estado, se proclamó la renuncia a la guerra
como instrumento de política nacional, incorporó a su derecho positivo el
Derecho internacional de la
Sociedad de Naciones, eliminó el gasto que suponía el
mantenimiento del culto y del clero, estableció la libertad de conciencia,
secularizó los cementerios y estableció principios de responsabilidad en las
altas magistraturas del Estado para que nadie pudiese escapar al control
público.
Luego vino la realidad: una clase trabajadora
enfebrecida que se lanzó a la calle y cometió atentados injustificados (aunque
en cierto modo comprensibles), una patronal que se empeñó en defender solo lo
suyo, los obispos empeñados en defender “los derechos de la Iglesia”, algo que nunca
había establecido el primitivo cristianismo, el tradicionalismo se armó, los
carlistas clamaron, los fascistas se organizaron aprisa y buscaron aliados
internacionales, la mitad de los militares –los menos preparados
profesionalmente- se levantaron contra el juramento de acatamiento a la
legalidad republicana, la que se habían dado a sí mismo los españoles, y vino
la gran hecatombe que alimenta todavía las conciencias de los que tienen, por
lo menos, más de cincuenta años.
L. de Guereñu Polán.
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