martes, 14 de abril de 2015

Otro 14 de abril


La mejor manera de honrar a todos los que lucharon y participaron en el mantenimiento democrático de la II República española, no es loarla permanentemente, sino aprender de ella viendo donde estuvieron sus errores, sus excesos y las dificultades que no pudo superar.

Nacida de forma pacífica (como la I República) ante el vacío de poder dejado por la declinante monarquía de Alfonso XIII, resultado de una voluntad manifestada en las elecciones municipales de abril de 1931, la II República, sin embargo, cometió errores que hoy, con perspectiva, estamos en condiciones de ver mejor. Uno de ellos fue el trato (ataque dicen otros) que se dio a la Iglesia católica al impedirle adquirir bienes, la prohibición para ejercer cualquier industria o actividad comercial, al igual que la enseñanza.

¿A que esto? ¿No podría la Iglesia, como cualquier otra asociación –y así la consideró la Constitución de 1931- realizar las actividades que cualquier otra persona física y jurídica? Claro que se puede entender el anticlericalismo republicano que ya se había manifestado con católicos tan fervientes como Canalejas, pero una cosa es entender y otra justificar. La Iglesia había cometido tantos abusos a lo largo de los siglos, se la veía por amplios sectores tan arrimada al poder político y económico, tan entrometida hasta en la vida privada de las personas, que era lógico un anticlericalismo que las autoridades republicanas nunca convirtieron en violento.

Ya hay historiadores que han explicado el error que representó la extensión de los estatutos de autonomía a toda prisa, cuando los problemas del país estaban en otro lado: crisis de 1929, el mundo agrario, la división en el ejército, el auge de los partidos fascistas, el desorden público practicado por unos y otros… Como los nacionalistas habían estado en el Pacto de San Sebastián tuvieron prisa en que se cumplieran los compromisos allí adquiridos y creo que se equivocaron.

Manuel Azaña, en sus “Causas de la guerra de España” confiesa que el principal baluarte que se enfrentó a la República española fue la Iglesia, con su legión de obispos y propagandistas, empresarios y partidos católicos, curas en cada rincón de España, desde los púlpitos, incardinados como estaban en la sociedad civil.

Pero la República declaró en su artículo 1º, mientras nobleza y ricachones ponían los ojos a cuadros, que “España es una República democrática de trabajadores de toda clase”, igualó a los españoles ante la ley, permitió la descentralización del Estado, se proclamó la renuncia a la guerra como instrumento de política nacional, incorporó a su derecho positivo el Derecho internacional de la Sociedad de Naciones, eliminó el gasto que suponía el mantenimiento del culto y del clero, estableció la libertad de conciencia, secularizó los cementerios y estableció principios de responsabilidad en las altas magistraturas del Estado para que nadie pudiese escapar al control público.

Luego vino la realidad: una clase trabajadora enfebrecida que se lanzó a la calle y cometió atentados injustificados (aunque en cierto modo comprensibles), una patronal que se empeñó en defender solo lo suyo, los obispos empeñados en defender “los derechos de la Iglesia”, algo que nunca había establecido el primitivo cristianismo, el tradicionalismo se armó, los carlistas clamaron, los fascistas se organizaron aprisa y buscaron aliados internacionales, la mitad de los militares –los menos preparados profesionalmente- se levantaron contra el juramento de acatamiento a la legalidad republicana, la que se habían dado a sí mismo los españoles, y vino la gran hecatombe que alimenta todavía las conciencias de los que tienen, por lo menos, más de cincuenta años. 

L. de Guereñu Polán. 




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