Los
ciudadanos solemos emitir el voto basándonos, más que en conocimientos
contrastados por nosotros mismos, en creencias que distintos predicadores nos
han inculcado.
Para
los inventores de la democracia los asuntos del gobierno de la polis y la
sociología iban de la mano, por lo que según Aristóteles: “Es necesario que,
quien quiera conseguir algo en el orden de la política o la sociología, sea él
personalmente hombre de buenas costumbres”. Claro que algo más de 2.000 años
después llegó un tal Max Weber y se inventó lo de la Sociología Política y nos
hizo un lío, al separar el ejercicio del poder de las necesarias buenas
costumbres.
Analizar
cualquier proceso europeo en clave local y a corto plazo, sea cual sea la
magnitud del problema, dificultará ver la importancia real de lo sucedido, y
del devenir en plazo histórico. La Unión Europea es algo más que una mera suma
de Estados, es una creación que tuvo y aún tiene (o debería tener) como primer
objetivo salvar a la propia civilización europea del colapso, al que se vio
abocada por las continuas guerras entre vecinos. Esto lo vieron claro, no solo los padres
fundadores de la C.E. sino dirigentes relativamente próximos, en términos
históricos, como Kolh, Mitterrand, o Felipe
González, incluso alguien tan poco pro Unión como Thtacher. ¿Cómo es
posible que sus actuales herederos en las funciones de gobierno hayan perdido
esta perspectiva? O peor aún, cómo es posible que los generadores de opinión
tengan siempre en primer plano las diferencias en vez de las similitudes en costumbres,
el conflicto en vez de los acuerdos, los fallos en vez de los muchos aciertos
del proyecto común.
Distintos
predicadores ofrecen como solución, volver a cerrar fronteras, incluso crear
alguna nueva, arriar banderas y quitar símbolos de la UE, responsabilizar de
casi todos los males a los órganos colectivos (Comisión y Parlamento Europeos),
etc., en resumen volver a los localismos y tribalismos que mantuvieron durante
milenios la agresión como herramienta de relación con el vecino. Si el
ciudadano se parara a contrastar que el maltrecho proyecto Europa ha conseguido
más de 70 años de paz, y en buena parte debido a ello un grado aceptable de
bienestar para la mayoría, cuando se convierta en votante no comprará lo que
venden esos predicadores.
Es una
creencia extendida de que los componentes del poder judicial (jueces y
fiscales) se rigen por consideraciones solo jurídicas, ajenas a la política, lo
que contrasta con lo que los ciudadanos, al menos los que son capaces de leer y
entender los autos y sentencias, encuentran en buena parte de ellos, no solo
ajenos a la interpretación literal de las leyes en su aplicación a casos e individuos
concretos, sino incluso en algún caso al sentido común. Una primera observación
de los tres poderes clásicos, legislativo, ejecutivo y judicial, es este último
el de menos elementos democráticos. El legislativo recibe el mandato del pueblo
en una elección directa, el ejecutivo en una lección de segundo grado, pero el
juez y el fiscal no son electos, acceden a sus puestos mediante oposiciones y
concursos que se han mostrado un buen camino para la cooptación (hay apellidos
muy repetidos en muchos juzgados), y su teórica garantía para la imparcialidad:
la inamovilidad, entra en colisión frontal con lo que teóricos sobre la
separación de poderes como Montesquieu sostenía, ya que siendo consciente que
quien dispone de poder tiende a ampliarlo con inclinación a abusar de él, lo
que proponía era que concretamente este poder no fuera ejercido por nadie de
forma permanente ya que “así el poder de
juzgar, tan terrible en manos del hombre, no estará sujeto a una clase determinada,
ni quedará exclusivamente en manos de una profesión”.
En este caso los predicadores proclaman, como defensa
de la limpieza democrática, que la primera decisión de cualquier juez de
investigar a cualquier político electo sea suficiente para que tenga que
abandonar el trabajo para el que los ciudadanos le mandataron con sus votos. Craso
error, como la experiencia demuestra a diario, en un colectivo de más de 8.000
personas hay un poco de todo, como en la sociedad a la que pertenecen
(conservadores y progresistas, ateos o religiosos, algunos muy religiosos,
etc.), y si nos atenemos a la opinión de Montequieu, y a algunas
experiencias cercanas no muy
infrecuentes, lo de que por el mero
hecho de ser juez se es justo y sus
opiniones políticas y religiosas nunca contaminan sus resoluciones es, evidentemente, algo alejado de la
realidad.
Es mi opinión, que es más de fiar, desde el punto de
vista democrático, alguien que se va someter periódicamente al veredicto de las
urnas, que aquellos que solo tiene que dar cuentas ante sus colegas de
profesión, colegas que se han formado en los mismo centros de formación,
incluso en pupitres contiguos, y en algún caso, asisten y cobran por dar cursos
y conferencias en las mismas fundaciones.
Marzo de 2016
Isidoro Gracia
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