Desde hace ya tiempo la derecha
ha conseguido que la izquierda no se atreva a pronunciar ni una sola de las máximas
que la han definido a lo largo de la historia. En las tertulias de televisión,
en los artículos de prensa, en los mítines políticos, en los debates de todo
tipo, los representantes del socialismo (entendido en su sentido más amplio) se
encuentran arrugados al hablar de las características de la economía y la
sociedad capitalistas, han abrazado el capitalismo y entonces el socialismo ha
perdido casi todo su capital.
¿Hablar de control por parte de
la sociedad de los medios de producción más importantes o estratégicos? Nada de
nada, no vaya a ser que caiga una maldición eterna sobre quien osase
pronunciarse. ¿Hablar de que las clases sociales existen y que la clase media
en la actualidad también está fraccionada con intereses distintos? Ni se le
ocurra a usted si no quiere que se le tache de comunismo. ¿Mencionar la palabra
comunismo en el sentido platónico? Ni mucho menos, porque la derecha se
encaramará con sus garras bien afiladas y nos recordará a Stalin y otras joyas
por el estilo, como si no hubiese habido comunismo antes de la URSS o si no hubiesen sido
formuladas utopías comunistas y socialistas antes del siglo XIX.
¿Hablar de que el Estado ha de
jugar un importante papel en la economía como preconizara Keynes, que no tenía
nada de socialista? Ni mucho menos, porque esto sería como retrotraernos al período
de entreguerras. Y menos hablar de lo que ha significado el gran pacto del
socialismo democrático con la derecha democrática y cristiana tras la segunda
guerra mundial, que han traído el estado del bienestar, porque este se
encuentra ya superado, toda vez que el trabajo disponible se está fraccionando
de tal manera que buena parte de la clase media y las clases bajas reciben
salarios ínfimos por trabajar menos horas (en teoría) pero las mismas según el
capricho de los empleadores, guiados por una legislación desrreguladora. Lo contrario
sería limitar la capacidad de contratación, la libertad soberana del mercado.
¿Hablar de lucha de clases? Para
ello habría que tener a una sociedad con conciencia de ella, pero el
socialismo se ha dormido contribuyendo a su desideologización, contrariamente a
lo que ocurrió en buena parte del mundo desde la segunda mitad del siglo XIX
hasta los años ochenta pasados. La palabra “lucha” ya recuerda a la derecha (y
a buena parte de la izquierda) tiempos que no se desean repetir, como si esa
lucha no estuviese latente, implícita, en cada contrato de trabajo, en cada
negociación, en cada conflicto laboral.
La izquierda está en manos de
gente con poca formación ideológica o nula, con temores infundados a hablar
claro, con niveles intelectuales sensiblemente más bajos que los que nos
legaron las mujeres y los hombres que nos precedieron. La derecha, en el
terreno ideológico, campa por sus respetos: no se cuestiona el liberalismo económico,
no se cuestionan los paraísos fiscales, no se cuestionan las transacciones
financieras desrreguladas y sin control de los estados, no se cuestiona que
grandes bloques económicos caminen sin freno hacia el capitalismo más
despiadado. Cierta derecha ya se atreve a pedir que no haya salario mínimo, que
no haya convenios colectivos, que el estado adelgace hasta convertirse en el
antiguo estado gendarme de Disraeli.
Y Dios libre a un socialista que
ose apelar a la injusta división del trabajo entre inmigrantes y nacionales,
entre hombres y mujeres, entre aprendices y oficiales, entre marginados y
acomodados… Y Dios libre a un socialista que ose hablar de que esa división del
trabajo también se da internacionalmente, condenando a buena parte del mundo a
producir bienes a bajo coste mientras que la modernidad, la tecnología y la
riqueza se la quedan unos cuantos miles de familias.
L. de Guereñu Polán.
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