viernes, 5 de junio de 2020

INGRESO MÍNIMO VITAL: HACER REAL LA ESPERANZA

La pseudología fantástica es el término que se usa para definir el comportamiento de aquella gente que puede vivir en un mundo paralelo que nada tiene que ver con la realidad. Lo que vulgarmente denominaríamos mentiroso compulsivo. Una afección que parece haberse instalado en nuestra sociedad como una infame moda que pervierte desde el periodismo a la política, e incluso parece afectar a informes que debieran estar fuera de toda duda. Tenemos ejemplos nada ejemplares todos los días: "La pornografía es contenido curricular en las escuelas", “la mayoría de denuncias por violencia de género son denuncias falsas”, “atienden primero a los que son de fuera”, y otras mendacidades que se le pueden oír a dirigentes de formaciones políticas como Vox, en una retahíla interminable de letanías a la irresponsabilidad. Hay quien hace acusaciones de terrorismo sin el más mínimo pudor y opinadores (la acepción de periodistas les viene grande) cuyo método de trabajo es la mencionada mitomanía. Su objetivo no es la verdad ni informar, sino alcanzar su propósito, sus intereses, sin tener en cuenta que este mal hábito puede acabar normalizando una conducta deshonesta en la sociedad.

Una de las últimas falacias que he observado proviene de todo un experto en pseudología fantástica, Rafael Hernando, quien, viendo que la acogida social al Ingreso Mínimo Vital era favorable, acudió presto al embuste y otorgó al Partido Popular la iniciativa de la medida que ahora, según él, otros venden como novedosa, ignorando que dicha iniciativa recibió el voto en contra de su Partido, en un primer intento, y que fue tachada por Casado de “ocurrencia”. Por el contrario, en algunos medios he leído que la medida era una idea de Podemos. 

Todo ello me ha hecho recapitular sobre esta iniciativa que fue una reivindicación inmemorial de la clase trabajadora y, por ende, del socialismo. Y lo haré con un ejemplo cercano de ello, por autóctono, que, sin entrar ya en muestras más vetustas, lo podemos encontrar en un documento de 1976 titulado: Sobrevivir non é vivir. Estudio encol do “mínimo vital” feito por un fato de militantes da USO da Cruña, en el que había colaborado, entre otros, el por entonces afiliado a la Unión Sindical Obrera, Suso Mosquera, que unos años después sería elegido Secretario General de la UGT de Galicia. Precisamente el sindicato socialista, en la Ponencia Institucional de los documentos de trabajo presentados por su Ejecutiva al Comité Nacional Gallego de UGT, el 15 de marzo de 1990, proponía el “establecemento dunha renta mínima garantizada que contemple as situacións de pobreza e marxinación social, non cubertas por outras prestacións”, y hacía referencia a la necesidad de ampliar el derecho a todo el Estado español, a que sea compatible con otras prestaciones, vinculada al mercado laboral y con órganos de control de la gestión con participación sindical.

En mayo de ese mismo año los Secretarios Generales de UGT y CC.OO., Suso Mosquera y Jesús Díaz, iniciaban negociaciones con la Xunta para hablar de la Propuesta Sindical Prioritaria para Galicia (PSPG), entre cuyos puntos constaba especialmente el “salario social”. Tres meses antes la negativa del Gobierno de Fraga era tajante, pero los datos de la pobreza en Galicia y la presión de los dos principales sindicatos acabaron por mudar la cerrazón, firmándose un preacuerdo, en el mes de junio, para aplicar el citado salario, que pasaría a denominarse Renta de Integración Social de Galicia (RISGA).

Otra de las personas que llevó directamente las negociaciones, en la Mesa de política social, fue Julia Martínez, Secretaria de Servizos Sociais de UGT-Galicia, que recuerda aquel empeño como una dura lucha contra los elementos de la derecha, que no estaban por la labor. A mediados de 1991 el acuerdo seguía sin cumplirse, como se denunciaba en otro Comité Nacional, pese a haberse presupuestado 700 millones de pesetas. Se ve que ya de aquella era habitual la diferencia entre presupuestar e invertir. Finalmente, y tras arduas negociaciones, acabaría aprobándose la Renta de integración social de Galicia, que Fraga consideraba “demasiado progresista”, según contó su Conselleiro de Traballo, Manuel Pérez, lo que en boca de un ultraconservador era todo un elogio. Pero no acabaría ahí la pugna por implantar este derecho, ya que pese a estar aprobada la Ley, la Xunta no aplicaba la ayuda, y en 1992 el Conselleiro de Traballo, Gil Sotres, seguía mareando la perdiz, justificándose con perlas como la de que “os marxinados son persoas difícilmente contactábeis”, por lo que su establecimiento fue una carrera de obstáculos continua, entre otras cosas porque el Gobierno de Fraga no tramitaba los proyectos europeos de carácter social que podrían contribuir al buen funcionamiento de la ayuda. Así se tumbaron programas como el de alfabetización de adultos, que la UGT propuso en aquellos años y que la Xunta rechazó.  

Han pasado muchas primaveras desde 1976, pero aquel sueño de Suso, de Julia y de tantos compañeros en la lucha obrera, es hoy más real, aunque otros sigan viviendo en su realidad paralela o para lelos, que diría alguno.

Guillerme Pérez Agulla

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