Paulatinamente
se desgasta el sistema constitucional nacido en 1978. La
sintomatología es un progresivo deterioro de las instituciones
esenciales. Una obsolescencia que afecta a la corona, al sistema
judicial, al acomodo territorial, una prensa parcial y mediatizada,
la erosión global de la armonía política en temas capitales, el
florecimiento de inquietantes actitudes autoritarias y populistas,
son algunas de las evidencias.
Pese
a la fragilidad de nuestra democracia en su origen, ha sido capaz de
sortear diversos escollos, incluido un golpe de estado en 1981.
Frente a los amagos de quiebra democrática, la convicción de la
convivencia como valor superior, unido a una clase media consolidada,
una realidad europea favorable, un estado de bienestar articulado
durante décadas que contribuyó a crear niveles de calidad de vida,
educación, sanidad o servicios sociales muy encomiables, fueron
robustos soportes del marco de libertades públicas. Un periodo que
sería imposible entender sin el papel clave de la izquierda y la
interlocución permanente de los agentes sociales.
Metidos
hoy en una etapa de incertidumbres, alarma la tendencia a ver a los
rivales como enemigos. A los medios de comunicación convertidos en
apéndice propagandístico y manipulador, heridos de muerte en su
rigor informativo. Los partidos políticos declinando su papel de
laboratorios de democracia… Un escenario anómalo donde muchos de
los llamados a liderar el interés común, abdican de su
responsabilidad y algunos personajes ágrafos en la gestión pública
asoman en momentos críticos. Mientras, gentes cuya trayectoria
mostraron y muestran escaso compromiso con los derechos civiles y las
libertades públicas, imparten cátedra con la mayor desvergüenza de
fundamentalismo constitucionalista...
La
base de la democracia es el ejercicio de los mecanismos de control y
equilibrio. Requiere tolerancia mutua, capacidad de acuerdo entre
distintos, y aceptación reciproca de legitimidad. Si naufraga la
capacidad de entendimiento es muy difícil sostenerla. Tanto como
caer en la tentación de convertir las instituciones en arietes
políticos, cotos reservados a afines, donde los tribunales semejan
prolongaciones de la acción política.
La
democracia se audita en la capacidad de afrontar momentos espinosos.
Superar la pandemia vírica y económica, la caída dramática del
empleo, el desmantelamiento del tejido industrial, la intranquilidad
social, un escenario que refiere la atonía de partidos políticos
tradicionales, las dificultades de forjar mayorías parlamentarias
sólidas… Son la prueba del nueve para constatar la vitalidad de
una sociedad democrática.
El
eminente sociólogo ya fallecido Juan José Linz alecciona en “La
quiebra de las Democracias” sobre aspectos a tener en cuenta para
desenmascarar actitudes totalitarias trasladadas a la política:
Comportamientos encaminados a viciar ya sea de palabra o mediante
acciones, las normas democráticas de concurrencia. Negar la
legitimidad de los oponentes. Tolerar o inducir a la violencia y la
crispación social. Voluntad de restringir las libertades civiles del
oponente o de la ciudadanía, incluidos los medios de comunicación
(algo a lo que no es ajeno la penetración de los consejos de
administración o su condicionamiento económico).
En
España, -los años de la Republica fueron dramático ejemplo-, la
reacción, con la bendición del clero y el amparo de los variopintos
poderes facticos, hay especial habilidad en construir frente a
gobiernos de matiz progresista, el relato de que las libertades y la
democracia son incapaces de proteger a la población más inerme.
Cabe recordar la frase acuñada por las derechas y los monárquicos
en los años treinta: Tenéis hambre… ¡Comed República! Es un
mantra permanente en voces ultra-conservadoras afirmar que desde
posiciones de progreso no cabe poner en pie del sistema productivo o
enjugar la sangría del paro. Lo repiten hasta la náusea quienes de
forma sistémica devoraron las instituciones del Estado con el tumor
de la corrupción.
De
forma sibilina y la más de las veces zafia, se intenta desarticular
el sistema democrático. Desactivarlo. Estrujar sus entrañas, hasta
dejarlo sin más contenido que una apariencia formal. La erosión de
la democracia es una labor de zapa continuada, en algunos casos con
el concurso de alguno de los poderes del Estado hasta que finalmente
la templanza, la contención y tolerancia democrática sean apenas
curioso recuerdo.
El
virus social del fascismo cabalga nuevamente sobre Europa. Ignorar la
historia condena a repetirla.
*Antonio
Campos Romay ha sido diputado en el Parlamento de Galicia.
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