Algunos dirigentes
políticos, generalmente con poca experiencia y menos convicción, aprovechan
cualquier circunstancia que afecte a la monarquía para salir con sus
preferencias republicanas, pero ni han reflexionado sobre ello ni tienen
continuidad en dicho “discurso”; es más bien una ocasión que encuentran para
salir a la palestra pública e intentar distanciarse de quienes consideran sus “partenaires”.
El republicanismo tal y
como lo concibo yo contiene unos valores que se manifestaron, mejor que en
ninguna otra ocasión de la historia, en la III República francesa, donde el
laicismo es un elemento central: el rey es ungido, pero ningún Presidente republicano
lo necesita, porque tiene el aval de su pueblo, al menos por algún tiempo. El
espíritu republicano que se expresó, mejor que en nadie, en Maximilien
Robespierre (excesos posteriores aparte) tiene un fuerte contenido social, que
si bien no es exclusivo del republicanismo, sí constituyó una novedad en
relación con las monarquías aristocráticas anteriores.
El republicanismo
valora, antes que nada, la virtud, es decir, la moralidad en el ejercicio de
las funciones públicas, de forma que si esta cualidad se ha extendido y
arraigado en la sociedad, enseguida aflorarán las denuncias contra los que no
la observen. La idea de que todos los ciudadanos son iguales ante la ley, que
han asumido regímenes monárquicos, se manifestó ya a finales del siglo XIX en
Francia con el caso Dreyfus, batalla interesantísima y dramática que terminó
felizmente para el protagonista y para la sociedad en general.
No se trata de
reivindicar la masonería aquí, pero esta constituyó un factor esencial en el
establecimiento de repúblicas en varios países europeos, España incluida, con
los valores de libertad, igualdad, progreso, inteligencia y lucha contra los
valores tradicionales.
Se podrá argumentar que
al frente de la III República francesa estuvieron personajes de muy diverso
pelaje, pero lo cierto es que tuvo continuidad en el tiempo y también sus
contradicciones, que se explican (no se justifican) por el contexto histórico
que le tocó vivir: defensa del colonialismo, la “unión sagrada” para luchar
contra el enemigo alemán durante la Gran Guerra, mientras el movimiento obrero
se oponía a ello. Solo unos traidores, en 1940, permitieron acabar con éste
régimen elogiable que, sin embargo, tuvo que soportar la agresividad y potencia
militar de Adolfo Hitler.
En el siglo XVIII
Madame de Lambert, una aristócrata ilustrada, fundó un salón en el que se
invitaba a todo aquel que quería aportar algo a la dignidad, el progreso y la
libertad. A ella se debe la frase de que “filosofar es devolver a la razón toda
su dignidad”, y Voltaire, en el mismo siglo pero posteriormente, escribió algo
que recuerdo con frecuencia hasta el punto de sabérmelo de memoria: “el
verdadero filósofo labra los campos incultos, aumenta el número de carretas y,
por consiguiente, de habitantes, da trabajo al pobre y le enriquece, fomenta
los matrimonios, da al huérfano instituciones, no murmura contra los impuestos
necesarios y pone al campesino en situación de pagarlos con alegría. No espera
nada de los hombres y les hace todo el bien de que es capaz”.
El republicanismo que
yo entiendo es el de los filósofos que tuvieron que luchar contra la sinrazón, el
de aquellos que respetan al Jefe del Estado aunque éste sea un rey, al menos
mientras merezca tal respeto, el de los que aceptan las instituciones
democráticas de un Estado monárquico para que puedan ser respetadas, a su vez,
si dicho Estado, alguna vez, es republicano.
L. de Guereñu Polán.
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