lunes, 14 de septiembre de 2020

¿Qué republicanismo?


Algunos dirigentes políticos, generalmente con poca experiencia y menos convicción, aprovechan cualquier circunstancia que afecte a la monarquía para salir con sus preferencias republicanas, pero ni han reflexionado sobre ello ni tienen continuidad en dicho “discurso”; es más bien una ocasión que encuentran para salir a la palestra pública e intentar distanciarse de quienes consideran sus “partenaires”.

El republicanismo tal y como lo concibo yo contiene unos valores que se manifestaron, mejor que en ninguna otra ocasión de la historia, en la III República francesa, donde el laicismo es un elemento central: el rey es ungido, pero ningún Presidente republicano lo necesita, porque tiene el aval de su pueblo, al menos por algún tiempo. El espíritu republicano que se expresó, mejor que en nadie, en Maximilien Robespierre (excesos posteriores aparte) tiene un fuerte contenido social, que si bien no es exclusivo del republicanismo, sí constituyó una novedad en relación con las monarquías aristocráticas anteriores.

El republicanismo valora, antes que nada, la virtud, es decir, la moralidad en el ejercicio de las funciones públicas, de forma que si esta cualidad se ha extendido y arraigado en la sociedad, enseguida aflorarán las denuncias contra los que no la observen. La idea de que todos los ciudadanos son iguales ante la ley, que han asumido regímenes monárquicos, se manifestó ya a finales del siglo XIX en Francia con el caso Dreyfus, batalla interesantísima y dramática que terminó felizmente para el protagonista y para la sociedad en general.

No se trata de reivindicar la masonería aquí, pero esta constituyó un factor esencial en el establecimiento de repúblicas en varios países europeos, España incluida, con los valores de libertad, igualdad, progreso, inteligencia y lucha contra los valores tradicionales.

Se podrá argumentar que al frente de la III República francesa estuvieron personajes de muy diverso pelaje, pero lo cierto es que tuvo continuidad en el tiempo y también sus contradicciones, que se explican (no se justifican) por el contexto histórico que le tocó vivir: defensa del colonialismo, la “unión sagrada” para luchar contra el enemigo alemán durante la Gran Guerra, mientras el movimiento obrero se oponía a ello. Solo unos traidores, en 1940, permitieron acabar con éste régimen elogiable que, sin embargo, tuvo que soportar la agresividad y potencia militar de Adolfo Hitler.

En el siglo XVIII Madame de Lambert, una aristócrata ilustrada, fundó un salón en el que se invitaba a todo aquel que quería aportar algo a la dignidad, el progreso y la libertad. A ella se debe la frase de que “filosofar es devolver a la razón toda su dignidad”, y Voltaire, en el mismo siglo pero posteriormente, escribió algo que recuerdo con frecuencia hasta el punto de sabérmelo de memoria: “el verdadero filósofo labra los campos incultos, aumenta el número de carretas y, por consiguiente, de habitantes, da trabajo al pobre y le enriquece, fomenta los matrimonios, da al huérfano instituciones, no murmura contra los impuestos necesarios y pone al campesino en situación de pagarlos con alegría. No espera nada de los hombres y les hace todo el bien de que es capaz”.

El republicanismo que yo entiendo es el de los filósofos que tuvieron que luchar contra la sinrazón, el de aquellos que respetan al Jefe del Estado aunque éste sea un rey, al menos mientras merezca tal respeto, el de los que aceptan las instituciones democráticas de un Estado monárquico para que puedan ser respetadas, a su vez, si dicho Estado, alguna vez, es republicano.

L. de Guereñu Polán.

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