A la derecha, primera Escuela Normal para maestras en Pontevedra
En España, hablar de
enseñanza es lo mismo que hablar de las relaciones entre el Estado y la
Iglesia. Nunca esta ha renunciado a controlar a los alumnos de acuerdo con sus
intereses ideológicos (y también materiales), por lo que cuando el Estado liberal
concibió que la enseñanza es algo que compete a él mismo, y se estableció un
ministerio de Fomento, el choque fue inevitable.
A finales de 1885, con
un ministerio Sagasta en España y la III República francesa imponiendo la
enseñanza laica, hizo que el papa León XIII reivindicase, una vez más, los
derechos de la Iglesia, derechos que esta considera de origen divino… La
libertad de enseñanza, sin embargo, nunca estuvo amenazada en España y en
Francia (no se habla aquí de otros países). Dicha libertad de enseñanza,
contrariamente a lo que consideraba la Iglesia, consistía –para el Estado- en garantizar
la libertad de pensamiento, lo que el obispo de Salamanca consideró contrario a
la moral.
Llevar la ciencia, con
su carga de racionalismo, a la enseñanza, era para la Iglesia “desterrar a Dios
de la escuela”, lo que entronca con la enseñanza de la religión Católica en los
centros del Estado. Cuando la Iglesia hablaba (y lo sigue haciendo) de
religión, actúa con un pensamiento totalitario, pues no concibe otra que la
suya, y se sucedieron entonces una serie de ministerios en España donde se
discutió si los alumnos debían estudiar religión Católica obligatoriamente en
los centros públicos, si la obligación sería solo para los que se declararan
católicos o, incluso, si la religión Católica no sería impartida en dichos centros.
Los carlistas, por
ejemplo, defendían la intervención del clero en la enseñanza católica en todo
tipo de centros, públicos y privados. Se habló de si el Estado debía sacar a
concurso u oposición las cátedras de religión Católica para seleccionar a los
profesores, pero los obispos querían ser ellos los que designasen a dichos
profesores, eso sí, pagados por el Estado (esta es la norma que sigue rigiendo
en España, con el agravante de que el pago se hace mediante el prelado
correspondiente, que detrae una porción de las transferencias públicas en
beneficio de la Iglesia). También fue objeto de debate la autorización de los
libros que utilizarían los alumnos, imponiéndose el criterio de que el Estado
los autorizaría, pero garantizando la libertad de cátedra de los profesores, lo
que soliviantó a los obispos.
El integrista Ramón Nocedal,
que expresaba mejor que nadie el pensamiento de muchos obispos, defendió que la
enseñanza debía ser libre, sin depender del Estado, mientras ya se llevaba un
tiempo con la vieja aspiración de la Iglesia a la unidad de los católicos en
España, misión imposible porque unos y otros no renunciaron nunca a ser
liberales, conservadores, carlistas, republicanos, etc. El ministro de Fomento,
Alejandro Groizard, por su parte, quiso modificar la deficiente ley de 1857
tomando como base un proyecto de Segismundo Moret, que separaba religión de
moral (es decir, no existe una única moral, por lo tanto se negaba a la Iglesia
ese monopolio).
Goizard hizo aprobar un
Real Decreto sobre enseñanza secundaria que consagraba la indiferencia
religiosa del Estado, al tiempo que impulsó el monopolio estatal sobre la
enseñanza, lo que, como todos sabemos, no se llevó a cabo por falta de
recursos. El Real Decreto estableció seis cursos para la enseñanza media, pero
los obispos lo rechazaron porque no se hacía mención a Dios en él, considerado
por el obispo de Santiago de Compostela “señor de las ciencias”. El Real
Decreto reconocía la enseñanza privada y los estudios de Teología cursados en
los seminarios; establecía una vigilancia sobre los profesores, etc. En todo
caso se trató de una legislación regresiva con respecto a lo conseguido en 1877
y 1878, cuando se debatió una ley con un gobierno conservador.
Los obispos, por su
parte, que no eran partidarios de que los católicos se mezclasen en política,
aceptaban puestos en el Senado, donde lucharon para que solo los no católicos
quedasen exentos de estudiar religión Católica en los centros públicos,
quedando al final defraudados cuando la Cámara decidió que para ello tendrían
que solicitarlo expresamente en la matrícula, contrariamente a como deseaba la
Iglesia: que con el solo hecho de no advertirlo, los alumnos estuviesen
obligados el estudio de la religión Católica. Eso sí, los profesores serían
elegidos por el Estado, que los propondría al obispo correspondiente; la
cátedra podría ir unida a una canonjía o ser dotada por oposición como se hacía
en los cabildos.
El arzobispo de Granada
pidió que los obispos tuviesen derecho a inspeccionar los centros del Estado,
donde los profesores eran “impíos librepensadores”. Cuando el ministerio fue
ocupado por López Puigcerver, estableció que podrían quedar exentos de la clase
de religión Católica aquellos alumnos cuyos padres así lo quisiesen, pero los
profesores serían nombrados por el Estado sin intervención alguna del obispo
correspondiente, mientras que el obispo de Valencia insistía en que, en un país
católico, la religión Católica debía ser obligatoria para todos.
López Puigcerver, que
era bastante progresista, no estuvo dispuesto a esto y todos los obispos del
Senado se opusieron sin resultado práctico alguno. El ministro decidió que la
legislación en cuestión no pasase por el Consejo Superior de Instrucción
Pública, cuya opinión no era vinculante, argumentando que “la obligatoriedad de
la enseñanza religiosa vendría a contrariar el espíritu de libertad que inspira
nuestro actual estado de derecho”. Si tenemos en cuenta que la enseñanza
religiosa se había suprimido, “de facto”, durante el sexenio de 1868 a 1874,
los ministros de la Restauración habían desandado el camino, pero habían
conseguido también incorporar a parte de la opinión católica (no de los
obispos).
Se crearon, aunque no
duraron mucho, escuelas para los alumnos de otras confesiones distintas a la
Católica, lo que soliviantó a los obispos, sobre todo a los de Valladolid y
Madrid, que llegaron a reunirse con el nuncio para tratar este asunto. La
Iglesia, no obstante, antes de que se volviese a la legislación del “sexenio”,
dio su aprobación pero informalmente, haciendo notar que el papa no se sentía
satisfecho con la legislación española.
En otro sentido aún
hubo otro intento, esta vez del republicano Salmerón, presentando una enmienda
para que se suprimiese el presupuesto que dotaba a la cátedra de religión y
moral establecida en el Real Decreto, pero se rechazó abrumadoramente; treinta
diputados republicanos abandonaron el Congreso para no tener que votar en
contra (ya vemos que ser republicano no lo es todo) y todos los demás grupos
apoyaron al Gobierno en esto.
L. de Guereñu Polán.

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