jueves, 10 de diciembre de 2020

Más sobre enseñanza

 

                              A la derecha, primera Escuela Normal para maestras en Pontevedra

En España, hablar de enseñanza es lo mismo que hablar de las relaciones entre el Estado y la Iglesia. Nunca esta ha renunciado a controlar a los alumnos de acuerdo con sus intereses ideológicos (y también materiales), por lo que cuando el Estado liberal concibió que la enseñanza es algo que compete a él mismo, y se estableció un ministerio de Fomento, el choque fue inevitable.

A finales de 1885, con un ministerio Sagasta en España y la III República francesa imponiendo la enseñanza laica, hizo que el papa León XIII reivindicase, una vez más, los derechos de la Iglesia, derechos que esta considera de origen divino… La libertad de enseñanza, sin embargo, nunca estuvo amenazada en España y en Francia (no se habla aquí de otros países). Dicha libertad de enseñanza, contrariamente a lo que consideraba la Iglesia, consistía –para el Estado- en garantizar la libertad de pensamiento, lo que el obispo de Salamanca consideró contrario a la moral.

Llevar la ciencia, con su carga de racionalismo, a la enseñanza, era para la Iglesia “desterrar a Dios de la escuela”, lo que entronca con la enseñanza de la religión Católica en los centros del Estado. Cuando la Iglesia hablaba (y lo sigue haciendo) de religión, actúa con un pensamiento totalitario, pues no concibe otra que la suya, y se sucedieron entonces una serie de ministerios en España donde se discutió si los alumnos debían estudiar religión Católica obligatoriamente en los centros públicos, si la obligación sería solo para los que se declararan católicos o, incluso, si la religión Católica no sería impartida en dichos centros.

Los carlistas, por ejemplo, defendían la intervención del clero en la enseñanza católica en todo tipo de centros, públicos y privados. Se habló de si el Estado debía sacar a concurso u oposición las cátedras de religión Católica para seleccionar a los profesores, pero los obispos querían ser ellos los que designasen a dichos profesores, eso sí, pagados por el Estado (esta es la norma que sigue rigiendo en España, con el agravante de que el pago se hace mediante el prelado correspondiente, que detrae una porción de las transferencias públicas en beneficio de la Iglesia). También fue objeto de debate la autorización de los libros que utilizarían los alumnos, imponiéndose el criterio de que el Estado los autorizaría, pero garantizando la libertad de cátedra de los profesores, lo que soliviantó a los obispos.

El integrista Ramón Nocedal, que expresaba mejor que nadie el pensamiento de muchos obispos, defendió que la enseñanza debía ser libre, sin depender del Estado, mientras ya se llevaba un tiempo con la vieja aspiración de la Iglesia a la unidad de los católicos en España, misión imposible porque unos y otros no renunciaron nunca a ser liberales, conservadores, carlistas, republicanos, etc. El ministro de Fomento, Alejandro Groizard, por su parte, quiso modificar la deficiente ley de 1857 tomando como base un proyecto de Segismundo Moret, que separaba religión de moral (es decir, no existe una única moral, por lo tanto se negaba a la Iglesia ese monopolio).

Goizard hizo aprobar un Real Decreto sobre enseñanza secundaria que consagraba la indiferencia religiosa del Estado, al tiempo que impulsó el monopolio estatal sobre la enseñanza, lo que, como todos sabemos, no se llevó a cabo por falta de recursos. El Real Decreto estableció seis cursos para la enseñanza media, pero los obispos lo rechazaron porque no se hacía mención a Dios en él, considerado por el obispo de Santiago de Compostela “señor de las ciencias”. El Real Decreto reconocía la enseñanza privada y los estudios de Teología cursados en los seminarios; establecía una vigilancia sobre los profesores, etc. En todo caso se trató de una legislación regresiva con respecto a lo conseguido en 1877 y 1878, cuando se debatió una ley con un gobierno conservador.

Los obispos, por su parte, que no eran partidarios de que los católicos se mezclasen en política, aceptaban puestos en el Senado, donde lucharon para que solo los no católicos quedasen exentos de estudiar religión Católica en los centros públicos, quedando al final defraudados cuando la Cámara decidió que para ello tendrían que solicitarlo expresamente en la matrícula, contrariamente a como deseaba la Iglesia: que con el solo hecho de no advertirlo, los alumnos estuviesen obligados el estudio de la religión Católica. Eso sí, los profesores serían elegidos por el Estado, que los propondría al obispo correspondiente; la cátedra podría ir unida a una canonjía o ser dotada por oposición como se hacía en los cabildos.

El arzobispo de Granada pidió que los obispos tuviesen derecho a inspeccionar los centros del Estado, donde los profesores eran “impíos librepensadores”. Cuando el ministerio fue ocupado por López Puigcerver, estableció que podrían quedar exentos de la clase de religión Católica aquellos alumnos cuyos padres así lo quisiesen, pero los profesores serían nombrados por el Estado sin intervención alguna del obispo correspondiente, mientras que el obispo de Valencia insistía en que, en un país católico, la religión Católica debía ser obligatoria para todos.

López Puigcerver, que era bastante progresista, no estuvo dispuesto a esto y todos los obispos del Senado se opusieron sin resultado práctico alguno. El ministro decidió que la legislación en cuestión no pasase por el Consejo Superior de Instrucción Pública, cuya opinión no era vinculante, argumentando que “la obligatoriedad de la enseñanza religiosa vendría a contrariar el espíritu de libertad que inspira nuestro actual estado de derecho”. Si tenemos en cuenta que la enseñanza religiosa se había suprimido, “de facto”, durante el sexenio de 1868 a 1874, los ministros de la Restauración habían desandado el camino, pero habían conseguido también incorporar a parte de la opinión católica (no de los obispos).

Se crearon, aunque no duraron mucho, escuelas para los alumnos de otras confesiones distintas a la Católica, lo que soliviantó a los obispos, sobre todo a los de Valladolid y Madrid, que llegaron a reunirse con el nuncio para tratar este asunto. La Iglesia, no obstante, antes de que se volviese a la legislación del “sexenio”, dio su aprobación pero informalmente, haciendo notar que el papa no se sentía satisfecho con la legislación española.

En otro sentido aún hubo otro intento, esta vez del republicano Salmerón, presentando una enmienda para que se suprimiese el presupuesto que dotaba a la cátedra de religión y moral establecida en el Real Decreto, pero se rechazó abrumadoramente; treinta diputados republicanos abandonaron el Congreso para no tener que votar en contra (ya vemos que ser republicano no lo es todo) y todos los demás grupos apoyaron al Gobierno en esto.

L. de Guereñu Polán.

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