Cuando se produce un
estallido social de mayor o menor envergadura, normalmente obedece a varias
causas que han estado subyacentes: un sector de la población aprovecha
cualquier excusa para manifestarse, violentar la paz, destrozar los barrios,
incendiar, robar en comercios…
Lo que está ocurriendo
en varias ciudades españolas, sobre todo las más populosas y ni siquiera todas,
obedece, en mi opinión, a lo señalado en el primer párrafo. Hay jóvenes que no
tienen expectativas, otros son hijos de papá que viven ociosamente, los habrá
que están desesperados por no encontrar empleo, pero también lo que están
descontentos con el tipo de sociedad que hemos conseguido, y también los que se
apuntan al primer alboroto que otean. Lo cierto es que es una pluralidad de
situaciones las que llevan a unos cientos de jóvenes (no parece haber personas
de otras edades) en los desórdenes de estos días.
No he visto ni una sola
pancarta pidiendo empleo, ni censurando al Gobierno, ni protestando contra la corrupción
ni contra los abusos patronales, tampoco para exigir el acceso a la vivienda y otras
loables reivindicaciones. Los que se manifiestan e incendian saben que en
España disfrutamos de las más altas cotas de libertad de expresión que nunca han
existido, y no hay países que superen –sí igualen- el disfrute de ese derecho
en el mundo. La reclamación de libertad para insultar, injuriar, calumniar,
ensalzar y llamar al terrorismo, al crimen, es la excusa para todo lo demás.
¿Puedo yo injuriar
públicamente a otra persona? Es decir ¿puedo atentar contra su dignidad, su
credibilidad o su honor? ¿He de soportar impunemente ser objeto de dichas
injurias? ¿Puede alguien, impunemente, animar al asesinato, al crimen, sin que
el Estado reaccione? ¿Puedo yo animar públicamente a la población a que
reconstituya una banda terrorista para que siga matando indiscriminadamente? ¿No
cuentan los miles de víctimas?
Porque si las
respuestas a estas preguntas fuesen sí, tengo un número no pequeño de personas
que podrían ser objeto de mi ira. No creo que me emplease, no obstante, en tal
desafuero. Tan grave como lo anterior me parece que personas con
responsabilidades políticas animen a incendiar y robar, no condenando la
violencia, que incluso según cómo se practicase, solo estaría justificada
contra un régimen opresor.
Doña Inmaculada,
alcaldesa de Barcelona, esperó a que los comerciantes de su ciudad y los vecinos
de los barrios más afectados protestasen, ante los destrozos que sufren, para
salir a la palestra pública y hablar. Antes estuvo esperando a ver si colaba.
No es de fiar la señora, que suele hablar mucho, generalmente vaguedades, para
decir poco. Mención aparte merece el Vicepresidente Segundo del Gobierno, que
aprovechó los desórdenes para congraciarse –una vez más- con los delincuentes
que violaron la Constitución y el Estatuto de Autonomía en Cataluña, además de
haber incurrido en delitos de prevaricación, a pesar de haber sido juzgados con
todas las garantías jurídicas. No tiene remedio. Ha perdido la mitad de los
escaños en el Congreso, pero de dimitir nada.
No son los únicos: dan
pábulo a la derecha para que ponga en solfa al Gobierno, acrecen a Vox, participan
de una concepción de la política parecida a la de un personaje muy poco
recomendable de hace un siglo, Alejandro Lerroux, que después de animar a sus
huestes a violar a las monjas, terminó por apoyar al general Franco en sus
crímenes. Cuando estalló la guerra de 1936 se fue a Portugal, sabiendo que otro
dictador –en su caso- no tomaría medidas que le perjudicasen. Volvió años más
tarde y tampoco se le molestó en la España de los años cuarenta. Era el premio
por su comportamiento político.
España tiene la mala
suerte de no contar con una derecha tipo democracia cristiana alemana para
poder gobernar los socialistas en coalición con ella. Tiene también la mala
suerte de contar con una pretendida izquierda que no sabe lo que es gobernar si
no es torpedeando al mismo tiempo al Gobierno. La deslealtad es su norma, el
populismo más zafio su doctrina, nadar entre dos aguas su táctica.
L. de Guereñu Polán.
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