“Puede una gota de lodo,
Sobre un diamante caer,
Puede también de este modo
Su fulgor obscurecer,
Pero aunque el diamante todo
Se encuentre de fango lleno,
El valor que lo hace bueno
No perderá por un instante,
Y ha de ser por siempre diamante,
Por más que lo manche el cieno”
Rubén Darío.
Un Partido Popular acéfalo, errático,
sus allegados y algún cómplice vergonzante en la sombra, se despeñan con
deshonor por el barranco de la “práctica política” puesta en boga por el Sr.
Aznar, el político menos digno de esta democracia donde, lamentablemente,
sobrenadan algunas de estas cataduras… Deshonró la política parlamentaria con
su tono zafio y degradó las instituciones al mentir de forma cínica, y avergonzó
a España con sus modales chabacanos.
Siguiendo su senda se amontonan hoy ante micrófonos y pantallas sus
alumnos, disputándose el ridículo más espantoso en increíble piruetas
calumniosas.
Ejerciendo la calumnia por
sistema, colega íntima de la mentira, en orden a despojar de su honor a personas
o colectivos atribuyéndole comportamientos, o incorrecciones que no han
cometido, o magnificando oportunistamente errores. Mancillando impertérritos la
convivencia y la confianza entre los seres humanos.
Los calumniadores son seres
deleznables y cobardes. Perdidos en su paranoia, son necios al valuar su acción, aunque lo propio es que su
comportamiento obedezca a una estrategia depravada al servicio de sus mezquinos
intereses. Hay ejemplos muy cualificados de hombres, mujeres o colectivos que
de la calumnia y el chantaje hacen razón de su vida.
Su minusvalía moral que es pareja
a su estulticia, los incita
compulsivamente a necesitar ser objeto
de atención, con irrefrenable ansia de poder, ya sea en la cosa pública o en la
organización civil más precaria. Su indigencia ética les permite recurrir al
infundio, la difamación y la calumnia. Unos son el vórtice, y los oportunistas
se apuntan a la tormenta para trepar en sus vientos. Destilan su bilis creyéndose
poseedores de la verdad absoluta. Su torpe fundamentalismo solo ve en el
prójimo, iletrados, indecentes o inicuos, que todos quebrantan sus obligaciones,
salvo ellos. Ejercen de “macho alfa”, aunque apliquen el término a quien
intentan herir. Con bochornosa prosapia se precian depositarios del saber, la
honestidad y el acierto, ignorando
petulantes que en su cerebro podrido solo se aloja el resentimiento, la infamia
y mala fe.
El buen empleo de la palabra la
dicta la ecuanimidad. Sin ella la vida se hace hostil... La falta de veracidad en
las aseveraciones atenta contra los derechos de la ciudadanía y quiebra la
confianza sobre la que se sustenta la democracia.
La verdad se fundamenta en los hechos, la
humildad y el respeto al resto de los seres humanos. Sin malas artes, engaños o
vejaciones. Hora es de desterrar de la práctica política, -que no es sino la
gestión de los intereses comunes-, la doblez, la simulación, o la charlatanería
demagógica. Ante ello es oportuno el reproche más enérgico y el desprecio
cívico hacia quienes afirman lo que a ciencia cierta saben que no es cierto,
tergiversando con cinismo la realidad.
Podríamos preguntarnos, y todo
esto, ¿a quién importa…? La contestación es sencilla: a las gentes decentes,
dignas y decorosas. Las únicas que son dueñas de un país que algunos se creen
con derecho a secuestrar, y que desean respirar aire puro. Que están indignadas
de que algo noble y necesario como la política, siga siendo envilecida por los
que siempre la prostituyeron. Una parte importante de la sociedad se siente
asqueada de que los profetas del odio, del rencor o la envidia, intenten
hacerles creer desde la desesperación de su ruina moral y perdida de
prebendas, que “todos son iguales”.
Hastía tanta falacia y mentira
esparcida por los altavoces mediáticos escarneciendo e insultando
machaconamente a quienes ansían explorar un mundo distinto o a un gobierno apenas
nacido que inicia su andadura. Lo hacen desde ciertos niveles radicalizados de
las derechas y algunos que otros navegantes de entre-mares, con el mismo
trastorno psicológico que aquejaba la personalidad de Göbbels, aferrándose entusiastas
a la doctrina del ministro nazi: “Una mentira repetida mil veces se convierte
en verdad”.
Antonio Campos Romay
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