domingo, 21 de febrero de 2021

Incendiarios

 

Cuando se produce un estallido social de mayor o menor envergadura, normalmente obedece a varias causas que han estado subyacentes: un sector de la población aprovecha cualquier excusa para manifestarse, violentar la paz, destrozar los barrios, incendiar, robar en comercios…

Lo que está ocurriendo en varias ciudades españolas, sobre todo las más populosas y ni siquiera todas, obedece, en mi opinión, a lo señalado en el primer párrafo. Hay jóvenes que no tienen expectativas, otros son hijos de papá que viven ociosamente, los habrá que están desesperados por no encontrar empleo, pero también lo que están descontentos con el tipo de sociedad que hemos conseguido, y también los que se apuntan al primer alboroto que otean. Lo cierto es que es una pluralidad de situaciones las que llevan a unos cientos de jóvenes (no parece haber personas de otras edades) en los desórdenes de estos días.

No he visto ni una sola pancarta pidiendo empleo, ni censurando al Gobierno, ni protestando contra la corrupción ni contra los abusos patronales, tampoco para exigir el acceso a la vivienda y otras loables reivindicaciones. Los que se manifiestan e incendian saben que en España disfrutamos de las más altas cotas de libertad de expresión que nunca han existido, y no hay países que superen –sí igualen- el disfrute de ese derecho en el mundo. La reclamación de libertad para insultar, injuriar, calumniar, ensalzar y llamar al terrorismo, al crimen, es la excusa para todo lo demás.

¿Puedo yo injuriar públicamente a otra persona? Es decir ¿puedo atentar contra su dignidad, su credibilidad o su honor? ¿He de soportar impunemente ser objeto de dichas injurias? ¿Puede alguien, impunemente, animar al asesinato, al crimen, sin que el Estado reaccione? ¿Puedo yo animar públicamente a la población a que reconstituya una banda terrorista para que siga matando indiscriminadamente? ¿No cuentan los miles de víctimas?

Porque si las respuestas a estas preguntas fuesen sí, tengo un número no pequeño de personas que podrían ser objeto de mi ira. No creo que me emplease, no obstante, en tal desafuero. Tan grave como lo anterior me parece que personas con responsabilidades políticas animen a incendiar y robar, no condenando la violencia, que incluso según cómo se practicase, solo estaría justificada contra un régimen opresor.

Doña Inmaculada, alcaldesa de Barcelona, esperó a que los comerciantes de su ciudad y los vecinos de los barrios más afectados protestasen, ante los destrozos que sufren, para salir a la palestra pública y hablar. Antes estuvo esperando a ver si colaba. No es de fiar la señora, que suele hablar mucho, generalmente vaguedades, para decir poco. Mención aparte merece el Vicepresidente Segundo del Gobierno, que aprovechó los desórdenes para congraciarse –una vez más- con los delincuentes que violaron la Constitución y el Estatuto de Autonomía en Cataluña, además de haber incurrido en delitos de prevaricación, a pesar de haber sido juzgados con todas las garantías jurídicas. No tiene remedio. Ha perdido la mitad de los escaños en el Congreso, pero de dimitir nada.

No son los únicos: dan pábulo a la derecha para que ponga en solfa al Gobierno, acrecen a Vox, participan de una concepción de la política parecida a la de un personaje muy poco recomendable de hace un siglo, Alejandro Lerroux, que después de animar a sus huestes a violar a las monjas, terminó por apoyar al general Franco en sus crímenes. Cuando estalló la guerra de 1936 se fue a Portugal, sabiendo que otro dictador –en su caso- no tomaría medidas que le perjudicasen. Volvió años más tarde y tampoco se le molestó en la España de los años cuarenta. Era el premio por su comportamiento político.

España tiene la mala suerte de no contar con una derecha tipo democracia cristiana alemana para poder gobernar los socialistas en coalición con ella. Tiene también la mala suerte de contar con una pretendida izquierda que no sabe lo que es gobernar si no es torpedeando al mismo tiempo al Gobierno. La deslealtad es su norma, el populismo más zafio su doctrina, nadar entre dos aguas su táctica.

L. de Guereñu Polán.

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