domingo, 25 de septiembre de 2022

Lágrimas por Yósif Vissariónovch

 

Si las enormes coronas de flores que se depositaron en torno al féretro de Stalin, alrededor de los edificios públicos y en otras estancias, se hubiesen amontonado formando una columna sobre el cuerpo yacente del fallecido, lo hubieran hundido no pocos metros bajo tierra. Cada óblast, cada sindicato, cada organización legal, cada sección local del Partido Comunista, rivalizaron en la cantidad de flores y en la magnitud de las coronas conformadas.

La muerte de Yóssif Vissariónovich (Stalin) conmocionó a rusos y tártaros, kazajos y habitantes de las estepas, de la taiga, de Siberia y de las praderas ucranianas. La población se aprestó a asistir, en cada ciudad, en cada puerto, en cada aldea, a la reunión para escuchar la voz radiada dirigida a todas las tierras de la Unión Soviética. Ningún zar, ningún rey, ningún emperador en la historia, han tenido un funeral tan grandioso, unánime y manipulado. Los fastos a la muerte de Stalin superan lo imaginable a no ser que se vea la abundante documentación fílmica que las autoridades soviéticas han conservado para mayor gloria de la patria y del dirigente fallecido[i].

Los militares con sus abrigos talares, las mujeres apretujadas en las calles con sus cabezas cubiertas, el féretro de Stalin cubierto por un brillante paño rojo festoneado, transportado en un armón tirado por caballos que, muy despacio, al son de la música elegida y repetitiva, llevaba el cuerpo a su última morada. La población, paralizada en las calles, en los puestos de trabajo, en los puertos y las estaciones de ferrocarril, en las bocaminas y en las aldeas.

Marzo, en la mayor parte del antiguo imperio soviético, es térmicamente invierno; las ciudades y los campos están nevados, el tiempo gélido se refleja en los rostros asustados de los habitantes. Las voces que se oyeron en todos los confines del imperio repetían elogios para ser escuchados por todo el país: cálido, valiente, inteligente, justo, certero, patriota, ejemplar, gran líder… La procesión de ciudadanos que desfilaron ante el féretro de Stalin fue parecida, aunque seguramente con mayor concurrencia, que la que acompañó al cuerpo muerto del general Franco en España (parecidos para dos personajes realmente siniestros). Allí se vieron las caras de eslavos, mongoles, siberianos, turcomanos, rusos blancos, bálticos, georgianos, en crisol representativo de tantos pueblos como estuvieron sometidos por el imperio soviético.

No faltaron los patriarcas de la Iglesia ortodoxa rusa, heredera del Imperio Bizantino griego, que inclinaron sus testas coronadas ante el cuerpo muerto del jefe político. Ante una multitud de soldados formados en la plaza Roja de Moscú, desde la tribuna dispuesta al efecto, hablaron Kruschev, Malenkov y Beria, mientras a derecha e izquierda estaban otros dirigentes del Partido Comunista de la Unión Soviética. Un partido que no lo era porque era todo, no cabía otro. A un lado la catedral de San Basilio con sus torres bulbosas asimétricas, frente a la plaza la fortaleza del Kremlin; el féretro de Stalin giró, dejando a un lado uno de los torreones del Kemlin y, ya acompañado por los más próximos, se encaminó hacia la cripta.

También se vio allí a Dolores Ibárruri, dirigente comunista española, tan noble en intenciones como servil al acomodarse a una dictadura criminal. El resto daban muestra de desconcierto, expectación o asombro… lágrimas en no pocos, rostros desencajados, hombres curtidos, funcionarios agradecidos, jefes locales dispuestos a seguir en sus lugares de mando. Habían llegado también los jefes de Estado extranjeros: el búlgaro Neychev, el alemán Dieckmann, el rumano Groza, el húngaro Dobi, una nutrida delegación china y algunos dirigentes de partidos comunistas occidentales.

Todos los militares llevaban brazaletes rojos y se erguían estandartes del mismo color en las calles; se exhibían grandes retratos de Stalin en las plazas y calles de muchas ciudades, grandes y pequeñas, y en no pocas empresas se designó al obrero más predispuesto al halago y con más garbo en la dicción, para que leyese un discurso en loor de Stalin. Mientras tanto, en las calles, lágrimas por el dirigente muerto: algunas resultado de la emoción, otras sinceras, pero lágrimas en abundancia, aunque no tantas como las vertidas tras las checas en la primera época, tras las purgas de los años treinta y las delaciones y crímenes que llevaron a muchos al gulag o a la muerte.

Otros se abalanzaban en los quioscos en busca del periódico: querían leer lo que ya sabían, pero querían verlo en letra impresa, con las fotografías de las autoridades, sobrias y serenas. Mientras, seguían los altavoces hablando del partido comunista, leninista, estalinista… sin caber más adjetivos en una retórica solo imaginable en un Estado sin libertad. Se citaba una panoplia de órganos dirigentes del país, pero no se habría podido evitar que, en lugares ocultos y apartados, no pocos se regocijaran por el acontecimiento: los opositores al régimen, los que sufrían cárcel o trabajos forzados, los que habían perdido a sus familias a manos de la villanía, Sajarov y otros.

Tendrían que pasar tres años para que Kruschev, nuevo Secretario del Partido Comunista, pretendiese la desestalinización, tiempo que pareció suficiente para que se enfriasen los ánimos. Pero las formas de Stalin no desaparecieron en las cárceles, en el gulag, en Hungría, en Polonia, en Alemania Oriental y más tarde en Praga. Lágrimas ¡cuántas lágrimas por la muerte de Stalin!

L. de Guereñu Polán.


[i] “State Funeral”

No hay comentarios: