Si las enormes coronas
de flores que se depositaron en torno al féretro de Stalin, alrededor de los
edificios públicos y en otras estancias, se hubiesen amontonado formando una
columna sobre el cuerpo yacente del fallecido, lo hubieran hundido no pocos metros
bajo tierra. Cada óblast, cada sindicato, cada organización legal, cada sección
local del Partido Comunista, rivalizaron en la cantidad de flores y en la
magnitud de las coronas conformadas.
La muerte de Yóssif
Vissariónovich (Stalin) conmocionó a rusos y tártaros, kazajos y habitantes de
las estepas, de la taiga, de Siberia y de las praderas ucranianas. La población
se aprestó a asistir, en cada ciudad, en cada puerto, en cada aldea, a la reunión
para escuchar la voz radiada dirigida a todas las tierras de la Unión
Soviética. Ningún zar, ningún rey, ningún emperador en la historia, han tenido
un funeral tan grandioso, unánime y manipulado. Los fastos a la muerte de
Stalin superan lo imaginable a no ser que se vea la abundante documentación
fílmica que las autoridades soviéticas han conservado para mayor gloria de la
patria y del dirigente fallecido[i].
Los militares con sus
abrigos talares, las mujeres apretujadas en las calles con sus cabezas
cubiertas, el féretro de Stalin cubierto por un brillante paño rojo festoneado,
transportado en un armón tirado por caballos que, muy despacio, al son de la música
elegida y repetitiva, llevaba el cuerpo a su última morada. La población,
paralizada en las calles, en los puestos de trabajo, en los puertos y las
estaciones de ferrocarril, en las bocaminas y en las aldeas.
Marzo, en la mayor
parte del antiguo imperio soviético, es térmicamente invierno; las ciudades y
los campos están nevados, el tiempo gélido se refleja en los rostros asustados
de los habitantes. Las voces que se oyeron en todos los confines del imperio
repetían elogios para ser escuchados por todo el país: cálido, valiente,
inteligente, justo, certero, patriota, ejemplar, gran líder… La procesión de
ciudadanos que desfilaron ante el féretro de Stalin fue parecida, aunque
seguramente con mayor concurrencia, que la que acompañó al cuerpo muerto del
general Franco en España (parecidos para dos personajes realmente siniestros).
Allí se vieron las caras de eslavos, mongoles, siberianos, turcomanos, rusos
blancos, bálticos, georgianos, en crisol representativo de tantos pueblos como
estuvieron sometidos por el imperio soviético.
No faltaron los
patriarcas de la Iglesia ortodoxa rusa, heredera del Imperio Bizantino griego,
que inclinaron sus testas coronadas ante el cuerpo muerto del jefe político.
Ante una multitud de soldados formados en la plaza Roja de Moscú, desde la tribuna
dispuesta al efecto, hablaron Kruschev, Malenkov y Beria, mientras a derecha e
izquierda estaban otros dirigentes del Partido Comunista de la Unión Soviética.
Un partido que no lo era porque era todo, no cabía otro. A un lado la catedral
de San Basilio con sus torres bulbosas asimétricas, frente a la plaza la
fortaleza del Kremlin; el féretro de Stalin giró, dejando a un lado uno de los
torreones del Kemlin y, ya acompañado por los más próximos, se encaminó hacia
la cripta.
También se vio allí a
Dolores Ibárruri, dirigente comunista española, tan noble en intenciones como
servil al acomodarse a una dictadura criminal. El resto daban muestra de
desconcierto, expectación o asombro… lágrimas en no pocos, rostros desencajados,
hombres curtidos, funcionarios agradecidos, jefes locales dispuestos a seguir
en sus lugares de mando. Habían llegado también los jefes de Estado
extranjeros: el búlgaro Neychev, el alemán Dieckmann, el rumano Groza, el
húngaro Dobi, una nutrida delegación china y algunos dirigentes de partidos
comunistas occidentales.
Todos los militares
llevaban brazaletes rojos y se erguían estandartes del mismo color en las
calles; se exhibían grandes retratos de Stalin en las plazas y calles de muchas
ciudades, grandes y pequeñas, y en no pocas empresas se designó al obrero más
predispuesto al halago y con más garbo en la dicción, para que leyese un
discurso en loor de Stalin. Mientras tanto, en las calles, lágrimas por el
dirigente muerto: algunas resultado de la emoción, otras sinceras, pero
lágrimas en abundancia, aunque no tantas como las vertidas tras las checas en
la primera época, tras las purgas de los años treinta y las delaciones y
crímenes que llevaron a muchos al gulag o a la muerte.
Otros se abalanzaban en
los quioscos en busca del periódico: querían leer lo que ya sabían, pero
querían verlo en letra impresa, con las fotografías de las autoridades, sobrias
y serenas. Mientras, seguían los altavoces hablando del partido comunista,
leninista, estalinista… sin caber más adjetivos en una retórica solo imaginable
en un Estado sin libertad. Se citaba una panoplia de órganos dirigentes del
país, pero no se habría podido evitar que, en lugares ocultos y apartados, no
pocos se regocijaran por el acontecimiento: los opositores al régimen, los que
sufrían cárcel o trabajos forzados, los que habían perdido a sus familias a
manos de la villanía, Sajarov y otros.
Tendrían que pasar tres
años para que Kruschev, nuevo Secretario del Partido Comunista, pretendiese la
desestalinización, tiempo que pareció suficiente para que se enfriasen los
ánimos. Pero las formas de Stalin no desaparecieron en las cárceles, en el
gulag, en Hungría, en Polonia, en Alemania Oriental y más tarde en Praga. Lágrimas
¡cuántas lágrimas por la muerte de Stalin!
L. de Guereñu Polán.
[i] “State Funeral”
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