“A veces uno sabe de que lado estar simplemente viendo quienes están del otro lado” (Leonard Cohen)
Es triste escuchar las manifestaciones de aquellos a los que se les brindó lealtad y afecto en su aparición en la escena nacional tras la renovación del PSOE en Suresnes. Lo es para los militantes que con ilusión y entrega trabajaron desde principios de los setenta del pasado siglo por un país distinto, en pro del socialismo y la democracia, encumbrando para ello a una serie de ilustres desconocidos. Y para una ciudadanía, cautivada por la frescura de una joven generación política.
En general fue acierto depositar en ellos la confianza. Aunque tampoco faltase algún oportunista, excesos de soberbia, impudicia con olvido de los orígenes y precariedad ideológica. Algo que acecha a todo colectivo humano, donde siempre hay riesgo de que afloren personajes mezquinos.
En una España carcomida por la amarga resaca de una dictadura militar con mucho de teocracia, el socialismo fue agente capital de la modernización y democratización del país. La Constitución fue la herramienta precisa. Y en ese proceso hubo nombres propios de gran relieve que volcaron eficacia y bien hacer apoyados por un consenso ciudadano mayoritario.
Fue un tiempo pleno de demandas urgentes, con graves dificultades y con el “rumor de sables” como recurrente banda sonora. La economía en crisis (difícil señalar cuando la crisis no acompaña nuestra economía) y graves problemas laborales e industriales. No parece excesivo afirmar que los gobiernos socialistas superaron su responsabilidad con nota alta, creando un escenario de políticas sociales, culturales, sanitarias, educativas con cotas poco o nada conocidas en nuestra sociedad.
Hoy con un sustancial cambio de paradigma y un cuerpo social distinto, son otras las demandas. Como mínimo parece temerario anclarse en recetas obsoletas. No parece razonable que no lo entiendan así personas que protagonizaron un cambio de ciclo radical en Suresnes, desde la convicción de que una oferta política modulada en la melancolía del exilio, era poco viable en una sociedad ajena a la dejada atrás, a principios de los años cuarenta.
Sorprende su incomprensión ante este cambios de ciclo por los protagonista de aquel, doloroso pero indispensable para la normalidad de España cuatro décadas atrás. También extraña, la animadversión descomedida contra los que hoy tratan de sacar el país adelante bajo criterios sociales y de convivencia territorial, con plena legitimidad orgánica y democrática. Soportando el acoso y las falacias de una derecha extrema y montaraz. Haciéndolo entre graves tensiones económicas, la pandemia, el sufrimiento de la pequeña y mediana empresa, una guerra en Europa, Cataluña y desasosiegos no menores.
Se tiende a cultivar una severa miopía, que ignora la fatiga de materiales de una Constitución que mas allá de los magníficos servicios prestados, necesita remozar algunos de sus aspectos para continuar siendo la herramienta indispensable para la convivencia cuando alcanzamos el primer tercio del siglo XXI.
Muchas de las actitudes son escasamente pedagógicas al proceder de unos protagonistas que menoscaban sus biografiás, con las que debieran ser respetuosos, por su proyección histórica. Es una anomalía verles cerrar filas con lo más granado del activismo ultramontano para denostar un gobierno democrático acusándolo de propiciar la quiebra del Estado de Derecho y el quebrantamiento del orden constitucional y legal. Haciendo propias las muletillas de los sectores mas reaccionarios. Siendo incapaces de ver su deplorable papel sirviendo intereses, que en el pasado les persiguieron con similar saña que hoy se usa contra quien hace políticas de progreso.
Puede que sean inconscientes de la inmensa decepción, incluso vergüenza ajena, que provocan en muchos de los que un día dieron la cara por ellos. Cientos de miles de hombres y mujeres anónimos, militantes entusiastas, leales con su dirigencia. Dieron lo mejor de si, sin exigir nada a cambio. Y que hoy se sienten vejados. Y con ello el asombro y desconcierto en una gran parte de la ciudadanía que con la mayor ilusión les confió el voto en aquellos momentos de transformar la sociedad.
Gentes del común, trabajadores, clases medias, intelectuales, mujeres y hombres plenos de convicciones, que siguen creyendo con firmeza en el valor moral de la lealtad a unas siglas con casi ciento cincuenta años de historia, porque hoy como ayer, como siempre, siguen siendo eje de igualdad y justicia social.
* Antonio Campos Romay ha sido diputado en el Parlamento de Galicia.
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