sábado, 28 de diciembre de 2013

Ser antisistema

Se ha convertido en una acusación con la que se pretende descalificar a todo aquel que pone en cuestión el funcionamiento del Estado democrático (o no democrático) de una forma más o menos radical. Pero a poco que reflexionemos podríamos ser antisistema muchos más, incluso aquellos que no son conscientes de ello o que no lo manifiestan. 

Empezando por el poder legislativo: ¿quien no está radicalmente en desacuerdo con determinadas leyes que se aprueban en los Parlamentos de cada Estado? En España tenemos el caso reciente de leyes que pretenden regular el sistema educativo, la interrupción del embarazo, la fiscalidad y otras muchas con las que buena parte de la población no está de acuerdo. En buena lógica la confianza en el poder legislativo solo existe cuando este hace aprobar leyes que cada uno de nosotros considera justas o ajustadas a las necesidades del país. En ocasiones, los comportamientos de los parlamentarios son tan censurables que se agranda esa falta de confianza en el sistema.

Otro tanto podríamos decir del poder ejecutivo: ¿cuantas veces un Gobierno ha de tomar decisiones impopulares? Por cierto, no es en estos casos cuando un gobierno actúa peor, sino cuando no toma aquellas decisiones por simple populismo, por contentar a la galería y sin asumir sus responsabilidades. Pero en otras ocasiones un gobierno toma decisiones presionado por un grupo minoritario y poderoso, tanto en casos de gobiernos progresistas como conservadores. Estas son situaciones muy perjudiciales para la democracia y para la confianza que los ciudadanos podrían tener en sus gobernantes. Recientemente en España se ha dado el caso de un pretencioso especulador que exigió tantas condiciones para realizar determinadas inversiones (que comprometían también inversiones públicas) que el Gobierno ha tenido que decir no. Creo que estaba dispuesto a decir sí a muchas de las pretensiones, pero quizá el especulador jugó otras cartas al mismo tiempo y encontró más ventajas allí donde no existía cierta legislación que le perjudicaba. 

¿Que decir del poder judicial? Razón tiene la gente al decir que no se fía de los jueces cuando son conocidos tantos casos de errores judiciales, de jueces venales (una minoría) de fiscales que cumplen más un papel de abogados defensores cuando los acusados son poderosos, de letrados que no se emplean a fondo; cuando sentencias que parecen impecables procesalmente hacen saltar por los aires el más elemental sentido común... Buen razón tienen aquellos que dicen confiar en la Justicia cuando esta les es favorable (siempre que actúen de buena fe) pero no cuando les quita la razón. 

Ante una compleja colectividad con intereses distintos y contrapuestos, como siempre ha sido y ahora es, ¿no es comprensible que se desconfíe tanto del Gobierno como del Parlamento y de la Judicatura? Me parece algo natural. Para que esto no fuese así tendríamos que consitutuir una sociedad mucho más homogénea, sin tantos intereses contrapuestos, sin grupos de presión poderosísimos, que tuercen las voluntades políticas a su antojo. Tendría que darse un nivel de honestidad en los cargos públicos (políticos y judiciales) que no se da en nuestro mundo (que nunca se ha dado).

Siendo así las cosas (y suponiendo que no ofrezcan discusión los razonamientos arriba expuestos) ¿que nos queda? Solo una Constitución que sea suficientemente equitativa y respetada para que se demuestre día a día que, aparte desafueros y abusos, descuidos y venalidades, hay unos mínimos que nadie puede dejar de cumplir, los que marca esa ley máxima que llamamos Constitución. El resto queda en manos de una sociedad civil que sea cada vez más consciente del papel protagonista que le corresponde. Una sociedad que se manifieste en cada caso, que exija, que denuncie, que salga a la calle, que grite si es necesario, que tenga sentido crítico, que no se deje aborregar (si es que no lo está ya). 

La Constitución española, como la de otros estados democráticos, permite todo aquello que cito arriba: ya que los que nos gobiernan, los que legislan y juzgan, no nos son de total confianza, es la ley máxima y las posibilidades que nos brinda lo único a que podemos agarrarnos. No lo despreciemos.

L. de Guereñu Polán.

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