España es una República democrática de trabajadores de
toda clase, que se organiza en régimen de libertad y justicia….así comenzaba el texto constitucional aprobado el 9 de
diciembre de 1931...
Una Constitución que contemplaba los procesos
autonómicos, el matrimonio civil y su disolución, daba el voto a la mujer,
eliminaba que el estado financiase al clero de una confesión religiosa que
durante siglos había pesado –y sigue- como losa sobre la sociedad española,
declaraba tajantemente la laicidad del estado, y en suma
era un texto de los más avanzados de la época.
Época turbulenta la del nacimiento de una Republica heredera de un
legado de varios siglos de atraso, caciquismo, fundamentalismo religioso,
incultura, corrupción administrativa y escasa práctica de la libertades
públicas. Y con un ejército anclado en sus propias derrotas, hipertrofiado,
escasamente dotado y con una tradición intervencionista enfermiza en la vida civil...
España que jamás protagonizó un proceso revolucionario
autentico, más allá de las trifulcas palaciegas y pronunciamientos de salón, asistía
con la Republica a la caída acelerada de viejos esquemas a través de grandes
conquistas sociales. Un periodo en el que tomaron carta de naturaleza a la par
que el crecimiento urbano de forma substantiva, los conflictos de clase. Los
viejos pleitos sociales pendientes como la distribución de la tierra se abordan
por primera vez, así como las políticas laborales y sobre todo un esfuerzo gigantesco
en educación publica
La República, heredera del funesto legado de los Borbones
llegados a España en una guerra de sucesión en la que se dilucidaban exclusivamente
los intereses de dos familias foráneas, la francesa y la austriaca,
disputándose nuestros despojos, soportó tensiones sociales por la impaciencia
de los secularmente marginados, en las que el anarquismo en no pocas ocasiones
fue un elemento inconsciente al servicio de la reacción. Y feroces y sin tregua
desde su proclamación de los grupos ultramontanos, latifundistas, el clero, un
gran sector de las fuerzas armadas (instrumento predilecto de la reacción),
grupos económicos…Todos conjurados en un bloque de extrema beligerancia frente
a los vientos de democracia política, social, cultura y de libertad que
protagonizaba aquel régimen joven que rompía con un pasado mísero fenecido con
el agotamiento de la política caciquil de la I Restauración.
El primer proyecto auténticamente revolucionario de
España fue ahogado a sangre y fuego por los que con la palabra orden en la boca
desordenadamente pisotearon los derechos de la nación. España sumida en las
negruras tridentinas del nacionalcatolicismo vago por las cloacas del miedo y
la indigencia en un país sometido a una férrea dictadura donde el ejército
hacia veces de fuerza de ocupación
acuartelado en toda las ciudades en labor de policía política. En paralelo se sometió
al país a una campaña de manipulación e intoxicación en escuelas, iglesias,
periódicos, radios y cualquier otro medio con capacidad de condicionar a la
ciudadanía – los vasallos-, en orden a satanizar la Republica y culparla de
todos los males habidos denigrando su memoria con el odio patológico que los
actores del franquismo albergaban contras los valores cívicos, éticos y morales
que aquella sustentaba.
La Transición, con
grandes aciertos y aspectos positivos tuvo como pecado original, la cobardía –a
la que no era ajena la situación histórica en que se produce -, de dar la
espalda a la Republica, como fórmula garante de un estado moderno, allanándose
a las imposiciones del dictador que desde su tumba imponía la forma de estado.
Con escasa sensibilidad cívica e histórica, en un ansia disparatada de borrar
el pasado en lugar de asumirlo y razonarlo, metió en un mismo envoltorio a la
dictadura fascista, los demócratas, la guerra, la represión, las miles y miles
de víctimas, victimarios e inmolados, para arrojar en un totum revolutum al
pozo del olvido…
De la Transición salieron indemnes los que asesinaron las
ilusiones y esperanzas de un pueblo. Los que lo sojuzgaron. Y una confesión
religiosa, que mimó a los protagonistas
del atropello, los bendijo, y sirvió de brazo inquisitorial que humilló y acoso
los derechos de la mujer, del librepensamiento, de la cultura, invadiendo las
esferas privadas y familiares. Comportamiento de carácter usurpador de espacios
ajenos, en que insiste aun a día de hoy,
con el beneplácito no solo de los gobernantes actuales sino de gobiernos
socialistas, aferrándose tenazmente a privilegios acaparados a la sombra de su
incondicional apoyo al régimen totalitario.
Tras treinta seis años de la aprobación de la Constitución
española de 1978, el poder civil es
una realidad, así como la conciencia democrática
de la sociedad. Ha sido un aprendizaje del
que no podemos desistir y que requiere
todo nuestro celo. Pero es hora también de la revisión democrática de un
texto que se va quedando obsoleto por el propio paso de tiempo que cada vez
discurre más cambiante, y por la evidencia de que las condiciones bajo las que
se redactó están superadas.
Devolver la palabra al pueblo. Armonizar los desajustes
territoriales para que “mejor juntos” sea una expresión que
responda a la realidad. Y que los derechos sociales y estado de bienestar que hemos
saboreado, se recuperen y consoliden en su texto como una realidad solidaria
acorde con nuestra cultura.
Y también para despertar del ñoño cuento de hadas que ya
no tiene ninguna gracia, y cuyo último capítulo nos lo impuso un sangriento
dictador muerto entre vómitos de sangre, enviándolo sin complejos al baúl de
los recuerdos de nuestra historia. Una ciudadana
o un ciudadano, elegido democráticamente por sus compatriotas debe ocupar la
jefatura del estado por tiempo tasado esa magistratura, dándole la dignidad,
honorabilidad y credibilidad que
corresponde a tal Institución.
Desde el agradecimiento cívico a la Constitución de 1978,
es hora de dar la bienvenida la Constitución del siglo XXI. La de la III
REPUBLICA.
Antonio Campos Romay
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