viernes, 27 de marzo de 2015

Cuarenta años de sindicalismo



Me refiero a los últimos cuarenta años del sindicalismo ugetista, desde cuando la vida del general Franco se agotaba hasta la actualidad; desde el XXX congreso en 1976, cuando dio comienzo el fin de la hegemonía de las Comisiones Obreras, que es lo mismo que decir del Partido Comunista de España sobre el movimiento obrero que defendía posiciones de clase.

Como había sido siempre, la Unión General de Trabajadores defendió la acción política además de la sindical en el seno de los centros de trabajo: no se concebía –y había razón para ello- que se luchase por mejorar las condiciones de vida de los asalariados y no por el cambio político hacia un estado social.

Luego comenzó un esfuerzo titánico por concertar acuerdos con gobiernos y patronales, sabiendo que las parcelas de libertad sindical conquistadas posibilitaban arrancar también mejoras para la población en su conjunto. Cuando el Partido Socialista accedió al poder por primera vez tras la dictadura, a finales de 1982, la Unión General de Trabajadores se planteó la necesidad de la autonomía sindical, lo que no fue entendido por todos. ¿Cómo iba la UGT a hacer seguidismo de las políticas gubernamentales cuando estas afectaban a intereses obreros? La necesidad de una reconversión industrial que hoy casi nadie pone en duda, trajo consigo, no obstante, una contestación sindical para conseguir que aquella se hiciese con las mayores garantías para los asalariados afectados: no siempre fue así.

Algunos eminentes ministros, sobre todo en el área económica, formando parte de gobiernos socialistas, actuaron más como burócratas que como representantes de la ideología a la que estaban adscritos. El ejemplo más sobresaliente en esta materia es el ya fallecido Miguel Boyer, quintaesencia de la soberbia en materia económica. Carlos Solchaga, en ocasiones, tampoco tuvo la sensibilidad necesaria para que el acercamiento a la UGT fuese posible, y entonces comienza un período de desencuentros que llevarían al desgaste mutuo, aunque por razones distintas. Incluso la presencia en gobiernos socialistas de destacados ugetistas como Manuel Chaves y José Luis Corcuera tampoco consiguió los frutos deseados.

Con todo, las décadas de los ochenta y noventa del pasado siglo son los de los grandes avances sindicales, los de las conquistas obreras en materias concretas, los de las mejoras de los salarios y las rentas, los de la extensión de los servicios sociales, muchas veces dados por los Ayuntamientos (con más recursos que nunca). Fueron los años dorados de la negociación colectiva, de las grandes afiliaciones y de la extensión del sindicalismo español hasta niveles parecidos a los de la II República española, tan distante en el tiempo y en las condiciones históricas.

Las últimas dos décadas, sin embargo, han sido de freno al sindicalismo no solo en España, sino en toda Europa. Algunas federaciones del sector servicios (educación, administración pública, sanidad, etc.) se han cuarteado, los “cinturones rojos” de las grandes ciudades se han desnaturalizado o muchos de sus individuos se han decepcionado ante retrocesos graves. La enorme tasa de paro que sufre España, lo que no es cuestión de ahora sino de siempre, contribuye al desánimo sindical de aquellos que ven una mayor preocupación de los sindicatos por los que tienen que trabajo que por los que no.

El logro de la patronal de establecer sistemas de contratación no estables, es uno de los factores más perniciosos para la afiliación y la lucha sindical, pues no se trata ya de conseguir mejoras en seno de la empresa, sino de mantenerse en ella el mayor tiempo posible, sin otros objetivos que quedan relegados ante la perentoriedad de aquel. Mientras el despido sea libre (en la práctica lo es), mientras la mayor parte de los contratados no sean fijos, mientras no haya seguridad en el empleo, mientras la patronal esté crecida –y lo está a nivel planetario- el sindicalismo tiene las alas cortadas, por muchos méritos que tengan y demuestren sus dirigentes y cuadros. ¿Estamos ante una nueva esperanza o ante la desazón más absoluta?

L. de Guereñu Polán.

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