En las islas antillanas, cuando llegaron los
europeos, había unos caciques que se habían impuesto para nombrar a los
jefecillos de cada una de las comunidades indígenas. Tanta fortuna hizo la
palabra y el oficio que los españoles se los trajeron y proliferaron los
caciques, sobre todo a partir de que el liberalismo permitió el sufragio, por
muy restringido que este fuera. Aquí el cacique fue aquel que conseguía favores
y otras prebendas por vías no administrativas, generalmente de forma abusiva e
injustificada. Los caciques fueron esenciales para falsear las elecciones
durante más de un siglo.
En 1858, en la provincia de Ciudad Real, unos
terratenientes se dirigieron al vicario eclesiástico para pedirle que todos los
labradores y braceros pudiesen ser obligados a trabajar en domingo “sin
incurrir en pecado mortal”. Salvada la conciencia mediante el vicario, valía la
explotación obrera un domingo u otro. Un factor casi inherente al caciquismo
histórico ha sido la religión (entiéndase en su sentido concreto, como
coerción) pues mediante ella se desmovilizaba a todos aquellos opositores a los
caciques: podrían pecar por estar en contra de la autoridad, por muy informal
que esta fuese.
En muchas diócesis españolas la sede del obispo
era el centro donde se preparaban las cacicadas más notables para favorecer a
los candidatos conservadores, a los terratenientes, a las damas de la alta
sociedad que daban limosna a la
Iglesia, a los gobernadores civiles y a los alcaldes
iletrados. Así se falsearon las elecciones desde el trienio que empezó en 1820
hasta que un dictador las eliminó de cuajo en 1923. Una población iletrada, la
falta de garantías de intervención, la coacción, la amenaza (sobre la
honorabilidad pueblerina, sobre el puesto de trabajo, sobre el favor
prometido…) eran caldo de cultivo para todo tipo de tropelías desde el poder.
Hoy el caciquismo es más sutil y se vale de la
tecnología: se miente mil veces en las redes sociales para que cunda la idea de
que las cosas son como se dicen y no como son; se emplean los medios públicos
de comunicación (sobre todo las televisión) a favor del Gobierno; desde ella se
descalifica al contrario sobre todo si se presenta como látigo de costumbres
muy perniciosas y que han dejado malherido al país; se sigue utilizando
torticeramente al Gobernador del Banco de España para que ensalce la acción del
Gobierno, a los alcaldes afines para que inauguren obras que no están
terminadas, comprando literalmente a unos y otros mediante sobres con dinero, poniendo
aquí al agente electoral y quitando al que muestre el más mínimo sentido
crítico sobre la realidad.
El Partido Popular ha heredado lo más granado
del caciquismo clásico pero ha aportado no poca sabiduría al moderno: el mismo
Presidente del Gobierno tiene a una buena nómina de familiares y amigos en
diversos puestos políticos y administrativos sin más mérito que el de estar
relacionados favorablemente con aquel. Las prácticas en los Ayuntamientos
gobernados por el PP han venido a recalificar terrenos para favorecer a los
nuevos terratenientes (los urbanos) con el fin de que hagan suculentos
negocios, parte de cuyos beneficios deben engrosar las arcas del partido que
gobierna España en estos momentos; las Diputaciones provinciales son una
verdadera lacra de corrupción y de favoritismos, sobre todo si están en manos
de verdaderos maestros del caciquismo antiguo y renovado.
Antiguamente capellanes, sacristanes,
coadjutores, correveidiles, sicarios y demás tropa unían sus esfuerzos para
impedir que un candidato republicano, socialista o malquerido accediera al
escaño o a la silla edilicia; ahora se utiliza al Consejo General del Poder
Judicial, al Gobernador del Banco de España, a instituciones neutrales en
beneficio de aquel que –por haber bebido en las ubres del veteranísimo Fraga-
sabe bien como ingeniárselas para tener engañado a medio país y procurar
prorrogarse en el cacicato mayor del reino.
L. de Guereñu Polán.
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