viernes, 10 de abril de 2015

Caciquismo antiguo y moderno



En las islas antillanas, cuando llegaron los europeos, había unos caciques que se habían impuesto para nombrar a los jefecillos de cada una de las comunidades indígenas. Tanta fortuna hizo la palabra y el oficio que los españoles se los trajeron y proliferaron los caciques, sobre todo a partir de que el liberalismo permitió el sufragio, por muy restringido que este fuera. Aquí el cacique fue aquel que conseguía favores y otras prebendas por vías no administrativas, generalmente de forma abusiva e injustificada. Los caciques fueron esenciales para falsear las elecciones durante más de un siglo.
 
En 1858, en la provincia de Ciudad Real, unos terratenientes se dirigieron al vicario eclesiástico para pedirle que todos los labradores y braceros pudiesen ser obligados a trabajar en domingo “sin incurrir en pecado mortal”. Salvada la conciencia mediante el vicario, valía la explotación obrera un domingo u otro. Un factor casi inherente al caciquismo histórico ha sido la religión (entiéndase en su sentido concreto, como coerción) pues mediante ella se desmovilizaba a todos aquellos opositores a los caciques: podrían pecar por estar en contra de la autoridad, por muy informal que esta fuese.

En muchas diócesis españolas la sede del obispo era el centro donde se preparaban las cacicadas más notables para favorecer a los candidatos conservadores, a los terratenientes, a las damas de la alta sociedad que daban limosna a la Iglesia, a los gobernadores civiles y a los alcaldes iletrados. Así se falsearon las elecciones desde el trienio que empezó en 1820 hasta que un dictador las eliminó de cuajo en 1923. Una población iletrada, la falta de garantías de intervención, la coacción, la amenaza (sobre la honorabilidad pueblerina, sobre el puesto de trabajo, sobre el favor prometido…) eran caldo de cultivo para todo tipo de tropelías desde el poder.

Hoy el caciquismo es más sutil y se vale de la tecnología: se miente mil veces en las redes sociales para que cunda la idea de que las cosas son como se dicen y no como son; se emplean los medios públicos de comunicación (sobre todo las televisión) a favor del Gobierno; desde ella se descalifica al contrario sobre todo si se presenta como látigo de costumbres muy perniciosas y que han dejado malherido al país; se sigue utilizando torticeramente al Gobernador del Banco de España para que ensalce la acción del Gobierno, a los alcaldes afines para que inauguren obras que no están terminadas, comprando literalmente a unos y otros mediante sobres con dinero, poniendo aquí al agente electoral y quitando al que muestre el más mínimo sentido crítico sobre la realidad.

El Partido Popular ha heredado lo más granado del caciquismo clásico pero ha aportado no poca sabiduría al moderno: el mismo Presidente del Gobierno tiene a una buena nómina de familiares y amigos en diversos puestos políticos y administrativos sin más mérito que el de estar relacionados favorablemente con aquel. Las prácticas en los Ayuntamientos gobernados por el PP han venido a recalificar terrenos para favorecer a los nuevos terratenientes (los urbanos) con el fin de que hagan suculentos negocios, parte de cuyos beneficios deben engrosar las arcas del partido que gobierna España en estos momentos; las Diputaciones provinciales son una verdadera lacra de corrupción y de favoritismos, sobre todo si están en manos de verdaderos maestros del caciquismo antiguo y renovado.

Antiguamente capellanes, sacristanes, coadjutores, correveidiles, sicarios y demás tropa unían sus esfuerzos para impedir que un candidato republicano, socialista o malquerido accediera al escaño o a la silla edilicia; ahora se utiliza al Consejo General del Poder Judicial, al Gobernador del Banco de España, a instituciones neutrales en beneficio de aquel que –por haber bebido en las ubres del veteranísimo Fraga- sabe bien como ingeniárselas para tener engañado a medio país y procurar prorrogarse en el cacicato mayor del reino.

L. de Guereñu Polán.

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