Es propio asistir a exabruptos de
mentes estalinistas que profesan el monopolio de la única verdad, y lo expresan
con la grosería furibunda del iluminado. Se excitan con una libido que seguramente
le es adversa en otras facetas en su papel de comisarios, el único que les
acomoda y para el que se creen predestinados. O simplemente lo advierten como único
sendereo de su ramplonería camino de una soñada prebenda. Suelen ser gente soez
en el leguaje y de escasas luces….Agresivas y siempre dadas a distribuir en ajenos,
patentes de fe, de sacrificio y de lealtad….que si les fuere dado el don de
“conocerse a sí mismo”… quizás les fuere sorpresivo lo que apareciese….Los seres
leves… Algo que se evidencia en la forma de asirse como lapas al comisariado
inquisitorial. En su descargo, quizás que salvo algún caso aislado, no han
desempeñado otra labor en la vida. O simplemente, si son en la vida, es porque
desempeñan esa labor. Por vía de ejemplo pueden llegar a una concejalía de
pueblo o a al ministerio de Trabajo, sin saber a ciencia cierta que es un
ayuntamiento o haber tenido como único conocimiento laboral, algún avío en el
intramundo partidario. Los seres leves,
que se ignoran como tales, quizás, porque a Mikel Kundera, lo conocen de oídas.
La vida política se ha ido
empequeñeciendo con estos personajes, una sórdida maraña tejida sobre el pulmón
de la democracia desde las formaciones políticas. Personajes y monosabios que han usurpado en
cada partido político lo que correspondía a su militancia. Desnaturalizando su
vocación de articulación social, indispensables para pulsar y compartir
inquietudes con la ciudadanía, resultando en el mejor de los casos en meras
oficinas electorales, ajenas al latir externo y en gran medida, endogámicos.
La Constitución Española, en su
art. 6 nos dice: “Los partidos políticos expresan el pluralismo político,
concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la
participación política. Su
estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos.” En clara falta de sintonía con el principio
constitucional los partidos políticos han acogido una deriva muy peligrosa
convirtiéndose en instituciones cuyas prioridades aparentan más la defensa de parcelas
privadas en prejuicio del interés general. Su credibilidad naufraga de forma alarmante y
se resiente la confianza ciudadana en orden a confiar en ellos
para afrontar la severidad de una crisis poliédrica cuya espiral nos ahoga. Se
percibe en la vocación de las cúpulas, escasa voluntad de abordar medidas de
calado que conlleven un reformismo profundo si comportan confrontación con
intereses muy asentados en los mecanismos de poder. También sobrevuela la sensación
de una escasa visión política más allá del corto plazo y cierto raquitismo en
el sentido de estado. En paralelo y no menor, la orfandad de liderazgos morales,
orientadores de las inquietudes de una sociedad angustiada.
La Ley de Partidos de 1978, plagada
de vacíos en aras de evitar la inestabilidad política, favoreció el
fortalecimiento de las cúpulas dirigentes y con ello la autorregulación de los
propios partidos. Lo que abrió paso a la falta de transparencia, deterioro de
la democracia interna y convirtió la coaptación como medio de confeccionar
listas electorales o yugular carreras. Una
situación que prolongada en el tiempo, manifiesta una grave miopía o un cínico espíritu
borbónico de “tras de mí el diluvio” que
se manifiesta en los partidos tradicionales y les impide ver el final de un ciclo
que no abordarlo adecuadamente puede comportar un precio muy alto...
Desde que el gobierno conservador
fue dando tumbos en su errático comportamiento ante la crisis,-siempre con detrimento
de derechos civiles y sociales-, se han consolidado fórmulas distintas de participación,
tomando con fuerza carta de naturaleza en nuestro espacio político. Fuerza
presente, que por otra parte no es garantía de prolongación futura. Asoman con la pretensión legítima de subsanar
carencias de representatividad, de dar voz a la indignación y a colectivos
marginados y en general al insatisfecho de la política tradicional de la II
Restauración. Hallan su hueco haciéndose eco de los problemas de representatividad
y canalizando los intereses y demandas de colectivos insatisfechos muy dañados
por la crisis, que han comenzado a cuestionar la política tradicional. Se
sitúan con la clara intención de desplazar a los partidos tradicionales tanto
como organización como mecanismo de interlocución. Sea cual sea su recorrido,
su aldabonazo sobre la conciencia democrática es del mayor interés.
Las formas partidarias recuperadas a partir
del 1977 muestran cierto agotamiento que no es ajeno al distanciamiento que se
produce entre partidos y sociedad y en última instancia la opinión pública. Se
ha enfriado el calor solidario y de pertenencia sustituido por los intereses, y
estos han alejado la ideología y el debate. Lo que en última instancia tiene como
efecto que la desmotivación diluya voluntades de afiliación o las adhesiones establecidas.
Una democracia muestra su debilidad, su anemia, cuando en unas
elecciones se dirime casi a similar nivel cuestiones capitales como son la
recuperación del estado de bienestar, políticas comprometidas frente al paro,
defensa de valores cruciales: enseñanza, cultura, salud o pensiones, dentro del
marco global de lucha contra la crisis, con las derivadas de la preocupación de
los actores de los comicios, buscar acomodos y permanencias. O cuando la acción
política, relega los programas a una colección de ocurrencias que pocos leen, y
que algunos, como obstinadamente hemos vivido con el Sr. Rajoy no tienen la
menor intención de cumplir. .
La necesaria reforma de los
partidos, debe poner en valor lo que sucede en las democracias de nuestro
entorno. Su regulación debe estar sujeta al imperio legal. Lo mismo que las medidas de transparencia y
democracia interna. Algo que junto con una nueva ley Electoral habrán de ser aspectos
de un indispensable proceso constituyente que culmine el iniciado hace casi
cuatro décadas, en unas condiciones distintas, a partir de lo mucho que de
positivo se derivó de él. Un proceso en
el que el PSOE, el socialismo democrático, tiene la obligación, fiel con su
historia, de ser un motor de ese cambio que cada vez llama a la puerta con más
insistencia. Que estuviese ajeno a ello, sería muy grave para este país.
Antonio Campos Romay
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