lunes, 17 de agosto de 2015

El agua


Es lamentable que un país con déficit hídrico desde siempre haya llegado al siglo XXI sin dar solución a los problemas que la falta de agua traen consigo, sobre todo para la agricultura y la ganadería, pero también para el consumo humano, para la industria y para otras actividades. 

Ya algunos ilustrados españoles, en el siglo XVIII, plantearon la necesidad de dotar a España de una serie de canales que permitiesen extender los regadíos en un país cuya agricultura estaba atrasada, con la excepción, quizá, de las zonas costeras mediterráneas. Gracias a la insistencia de aquellos hombres fueron las grandes obras del Canal de Castilla y de las Bardenas Reales. Tuvo que pasar un siglo para que los regeneracionistas, a la cabeza de los cuales en esta materia estuvo Joaquín Costa, clamasen ante los gobiernos por una política de obras públicas que facilitase el agua a los regantes, sobre todo en Aragón, Levante y las dos Castillas. Casi nada se hizo hasta la dictadura de Primo de Rivera (heredero del regeneracionismo no democrático), luego durante la II República española y durante el franquismo. 

Pero quedaba lo más importante: la gestión del agua. Sabiendo que esta puede ser abundante o escasa, sabiendo que las cuencas españolas (con excepción de las regiones montañosas, del norte y del Ebro) son deficitarias, se crearon, con muy buen acierto, las Confederaciones Hidrográficas, que habrían de estudiar las posibilidades de gestionar el agua disponible, embalsar la que fuese posible y prever las necesidades a corto y medio plazo. El clima mediterráneo predominante en España, que afecta sobre todo al Levante, Castilla-La Mancha y el este de Andalucía, exige un esfuerzo mayor del que hasta ahora se ha hecho en materia de gestión del agua. 

Una solución fue la de los trasvases, con el coste medioambiental que ello trae consigo: modificación del caudal de los ríos, afectación a la fauna piscícola... Otra solución fue la de las plantas desalinizadoras, muy caras y que se interrumpieron cuando dejó el ministerio la señora Narbona. Lo cierto es que Almería, Murcia, Levante y las tierras que drenan el Guadalquivir y sus afluentes, padecen una permanente amenaza de escasez de agua. 

No solo: los incendios forestales desprotegen el suelo e impiden la retención del agua allí donde es necesaria, y así tenemos zonas desertificadas (por la acción antrópica) donde antes había vegetación y, por lo tanto, un uso del agua natural sin necesidad de inversiones. Ha habido deforestaciones abusivas para urbanizar terrenos donde era difícil o costoso llevar el agua para el consumo humano, por el solo hecho de un interés especulativo que favoreció a pocos. Hace unos años una publicación representaba a los diversos países europeos de forma tópica, correspondiéndole a España toda su superficie ocupada por ladrillos. 

En otro orden de cosas, la gestión del agua ha sido tan desacertada en ocasiones que no es apta para el consumo, aunque es cierto que dicha circunstancia está reducida a determinadas áreas suburbanas y del Mediterráneo. En ocasiones se ha desarrollado una agricultura irresponsable, que por fortuna está en vías de corregirse mediante el riego por goteo, sobre todo en las legiones levantinas. Es cierto que en algunas provincias del sureste se ha llevado a cabo una interesante inversión en agricultura de enarenado, pero a costa de un impacto ambiental muy inconveniente. 

Actividades industriales contaminantes, así como algunas ganaderas, contribuyen a la mala calidad del agua que en algunas comarcas de España se sufre, siendo paradigma de lo que decimos el conocido caso de Aznalcóllar, en la provincia de Sevilla. En Galicia tenemos algunos ejemplos con explotaciones mineras (Meirama) o con fábricas de pasta para papel y cloro. 

Las "guerras por el agua" que existen planteadas en la actualidad (Turquía-Siria, Israel-Palestina, Egipto-Sudán...) se reproducen a nivel regional en España, sobre todo entre Castilla-La Mancha y Valencia. He oído a la vicepresidenta de esta última comunidad decir, con poca responsabilidad, que en la cuenca alta del Tajo los campesinos están abusando del agua disponible para que no esté justificado el trasvase previsto a Levante. ¡De sobra saben los campesinos y ganaderos, sobre todo en la provincia de Guadalajara, el uso racional de agua que deben hacer! Un populismo barato que pretende arañar apoyos locales lleva a algunos políticos a incurrir en posiciones antisolidarias en materia tan capital.

Razón tenía el ministro Borrell cuando, en pugna dialéctica con el señor Bono, defendió que las cuencas no son de cada comunidad, sino del Estado, es decir, de todos los españoles. ¿Que sentido tiene que las comunidades intenten gestionar el agua de una cuenca que pasa por dos o tres sin un plan centralizado, racional y solidario? Y la prueba de que la abundancia de agua no es suficiente sin una gestión adecuada, la tenemos en los países ecuatoriales y que sufren las grandes lluvias monzónicas, sufriendo sequías varios meses al año porque sus gobiernos no las prevén año tras año.

El agua de que dispone España cada año para los diversos usos, agrícola y pecuario, alimentación humana e industria sobre todo, es la que es. Preservando los acuíferos, que son un tesoro al que se debe recurrir sólo en caso de extrema necesidad, corresponde a las autoridades del Estado, oyendo a las comunidades autónomas, de regantes, etc., planes legislativos que implican una ordenación del territorio distinta de la que hasta ahora se ha llevado a cabo; la ubicación de industrias allí donde procede y no donde el dueño quiere; exigir el uso de agua usada (que no vale para el riego ni para el consumo humano) en actividades deportivas como campos de golf, y en definitiva modificar la ley del suelo para que los Ayuntamientos desaprensivos no puedan recalificar terrenos donde un bosque se ha destruido por incendios. 

Por lo que respecta a Galicia, son ya varios los estudios que se han hecho sobre el uso del agua durante siglos pasados, así como la conflictividad que planteó su aprovechamiento. Estaban en juego los intereses de los agricultores y de  los molineros, los que poseían una tierra donde nacía un riachuelo, los que desviaban el curso de los pequeños ríos que bajan por las pendientes, los señores contra sus vasallos y los vecinos entre sí; vemos, en fin, a clérigos pleitear por el agua contra un vecino o varios, y así sucesivamente. ¿No estaremos en condiciones de salvar contradicciones como estas?


L. de Guereñu Polán.

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