El 12 de Enero de 2005,
el Parlamento Europeo aprobó una resolución por 500 votos a favor, 137 en
contra y 40 abstenciones, en la que recomendaba a los 25 Estados miembros de
entonces, que ratificaran en sus respectivos ámbitos mediante votación
parlamentaria o referéndum, el texto de la Constitución Europea que se había
venido negociando desde hacía dos años.
El celebrado en España tuvo lugar el 20 de
febrero de aquél año, y registró una participación de 14.204.663 electores (42,33%)
obteniendo el “sí” 10.804.464 votos (76,72) el “no” 2.428.409 (17,24%) siendo
los votos “en blanco” 849.093 (6,03%). Tanto
el PSOE, partido en el gobierno entonces, como el PP, principal partido de la
oposición, hicieron campaña a favor del “si”. Entre los partidos que pedían el voto para el “no”, estaban,
Izquierda Unida (IU), Esquerra Republicana de Cataluña (ERC). Iniciativa per
Catalunya Verds (ICV), el Bloque Nacionalista Galego (BNG), la Chunta Aragonesista
(CHU), Eusko Alkartasuna, o la Comunión Tradicionalista. Entre los sindicatos
la CGT pidió el “no” y UGT y CC.OO. pidieron el “si”.
En el resto de Europa,
otros 17 países la votarían también favorablemente, entre ellos Alemania,
Austria, Bélgica, Grecia, Irlanda e Italia. La quiebra del proyecto se produciría
en Francia donde el referéndum se celebró el 29 de mayo de 2005. Con una
participación próxima al 70%, cerca del 55% de los votantes franceses
rechazaron el Tratado, tras una fuerte movilización a favor del “no” impulsada
por los partidos comunista, verde, y otros de extrema izquierda y el
ultraderechista Frente Nacional, así como la organización ATTAC. Tres días
después, el 1 de junio tendría lugar el referéndum en los Países Bajos, siendo
igualmente rechazado el Tratado para una Constitución Europea por cerca del 62%
de los votantes holandeses. La suerte estaba echada, sin el apoyo de Francia,
un país clave en la creación de la Unión Europea y cuyo ex presidente Valéry
Giscard d’Estaing había coordinado la redacción de la Constitución Europea, el
proyecto no tenía viabilidad, había fracasado.
Así las cosas, el 19 de
junio de 2007, la Presidencia alemana
del Consejo de la Unión Europea presentó una propuesta que bajo el nombre de
“Tratado de reforma” pretendía suplir el vacío existente con nuevas reglas a la
altura del tamaño y de los desafíos de la Unión Europea, con nuevas reglas que
permitieran tomar decisiones. El resultado sería el “Tratado de Lisboa”
suscrito por los estados miembros de la UE en la capital portuguesa el 13 de
diciembre de 2007. El Tratado incorporó aspectos que figuraban en el proyecto
de Constitución contribuyendo a mejorar el funcionamiento de las instituciones
europeas aunque sin conseguir los mecanismos necesarios para el control
político de los mercados y los poderes financieros. De aquellos acuerdos
saldrían las grandes líneas de las “políticas de austeridad” que eclosionarían pocos
meses después.
Aunque la culpa de
aquél fracaso se le pueda atribuir a sectores muy influyentes de la izquierda y
la ultraderecha francesa, es lo cierto que otros intereses se movieron también
en su contra porque el proyecto no era de su agrado. Uno de ellos fue El
Vaticano que tras muchas conversaciones desde el inicio mismo de los trabajos,
intentó incorporar al texto, sin éxito, una referencia expresa a las raíces
cristianas de Europa, de hecho en marzo de 2005 la Secretaría del Sínodo de los
Obispos emitió un comunicado titulado “El cristianismo ausente en la
Constitución Europea, presente en la opinión pública”, insistiendo en las
raíces cristianas de Europa (católicos, ortodoxos y protestantes). Tampoco la
City londinense y sus amigos estadounidenses del mundo de las finanzas se
mostraron entusiastas del proyecto de Constitución y de la idea de los “Estados
Unidos de Europa”. De hecho, el “no” de Francia y Holanda no suponía legalmente
la quiebra del proyecto pues bastaba con que fuese aprobado por 25 de los 28
estados miembros de la Unión. El gobierno británico había previsto realizar una
“consulta no vinculante” para una fecha bastante tardía, la primavera del 2006,
sin embargo tras conocerse los resultados de Francia y Holanda anunció de
inmediato la suspensión de la consulta, con lo que, conscientemente acabó así
dando la puntilla al proyecto.
Van allá once años
desde que aquél gran proyecto se quebró y fue sustituido por los Acuerdos de
Lisboa. Once años que han sumido a Europa en una gravísima crisis económica,
política, social y de valores de alcance imprevisible. A los efectos de las
políticas de austeridad sobre todo en países como Grecia, España, Portugal, Italia
o Francia, hay que añadir el terrorismo, la guerra de Siria y la crisis de los
refugiados, los problemas con Rusia y Ucrania, el referéndum en marcha para la
salida del Reino Unido de la UE, y sobre todo el estancamiento económico de
Europa, el aumento del paro, la pobreza y el auge político de la ultraderecha anti
europeísta y el avance de los llamados “populismos” de derecha e izquierda.
Ciertamente un mal panorama.
Hoy, somos muchos los
que seguimos echando en falta aquella Constitución Europea, que aún con sus
carencias, hubiese supuesto una base de poder político frente al poder sin
control de las grandes entidades financieras y multinacionales que hoy está
amenazando seriamente no solo el futuro de la UE sino el de sus estados
miembros, entre ellos el nuestro. Lamentablemente, los maximalismos de quienes
desde la izquierda querían una Constitución más avanzada y progresista,
acabaron coincidiendo, por distintas razones, con los maximalismos de la
ultraderecha con los resultados que ahora lamentamos. Una experiencia histórica
reciente sobre la que se ha reflexionado poco, y de la que a tenor de lo que
está sucediendo ahora en España, un amplio sector de la izquierda parece no
haber aprendido nada.
Xesús Mosquera Sueiro /
25 de mayo de 2016
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