Catedral castrense de España |
Es evidente que la
aconfesionalidad del Estado español establecida en la Constitución no se
respeta ni por las propias autoridades del Estado, lo cual ya es paradójico. El
artículo 16.3 de la Constitución española y los acuerdos con el Vaticano de
enero de 1979, aparte la práctica diaria, muestran la falta de respeto a una
norma que nos hemos dado todos y una burla para los que no son católicos e
incluso para los católicos consecuentes con la legalidad vigente.
Llevamos cuarenta años de
Constitución y aún existe el arzobispado castrense de España, como si el
ejército fuese un coto cerrado donde los abusos de que se acusa a algunos de
sus miembros quedan impunes e incluso no se investigan, donde no pocos
militares (pocos en términos absolutos) celebran reuniones en exaltación de
golpistas y donde la Iglesia sigue teniendo una influencia que en puridad no le
corresponde.
Hay que remontarse al siglo XVI
para ver a clérigos acompañando al ejército español para que este siguiese en
todo lo que la Iglesia determinaba. En 1933 la jurisdicción eclesiástica fue
eliminada, pero repuesta en 1950, lo que se entiende perfectamente (entender no
es justificar). En 1986 el papa transformó el arzobispado castrense de España,
cuya legislación, entre otra, es el Código de Derecho Canónico. Y no es que una
organización como la Iglesia no pueda tener sus propias leyes (toda vez que es
también un estado), sino que estas leyes puedan influir en el ejército español
a tenor de que un arzobispo le asiste.
La Ley Orgánica de Libertad
Religiosa, aprobada en 1980, también sustenta este arzobispado tan particular,
pues ningún otro tiene vínculo alguno con ninguna otra institución del Estado.
Incluso las ordenanzas militares sirven de base a la influencia de la Iglesia
en el ejército, sin que ningún ministro, ningún gobierno, de un signo u otro,
hayan hecho nada para cambiar esta situación. Porque en el caso de las
ordenanzas militares aún es más grave, pues son competencia del Estado.
El argumento de la Iglesia –que el
Estado no rebate- de que todo soldado tiene derecho a la asistencia religiosa si
así lo desea, no tiene sentido alguno, pues nada impide que los soldados
católicos (y practicantes) se valgan del numeroso clero existente en el país;
para nada es necesario que exista un arzobispado castrense que es otra forma de
que la Iglesia ingrese fondos pagados por todos los españoles, los católicos y
los que no lo son. La Spirituale Militum
Curae, una constitución de la Iglesia, por la que se pretende justificar la
existencia de ese arzobispado castrense, señala que los soldados tienen unas
condiciones peculiares de vida. No es cierto: lo era en la Edad Media, cuando
campañas interminables en lejanas tierras llevaban a los soldados, no todos
profesionales, a misiones guerreras donde muerte y religión eran inextricables.
O en tiempos posteriores, pero no cuando el ejército español está dedicado,
fundamentalmente, a misiones humanitarias y (salvo en la presidencia de nefasto
personaje) servir de apoyo a operaciones militares en cumplimiento de
compromisos internacionales.
Que una de las misiones del
arzobispado castrense sea que el soldado “alcance la santidad” es ya el colmo
en un estado teóricamente aconfesional, que tiene una deuda con el laicismo y
con la larga tradición ilustrada, intelectual y liberal española. Así, el
arzobispado castrense dispone de vicarios, jefes de asistencia religiosa,
delegados episcopales, que esparcen su influencia no solo en el ejército sino
en la sociedad española, lo quiera esta o no. Capellanes castrenses, sacerdotes
colaboradores y otros completan el entramado de una organización específica
para un ejército de un Estado que no cumple con su propia Constitución en este
sentido.
Pero no solo el ejército sino
también la Guardia Civil y la Policía Nacional están “asistidas” por el
arzobispado castrense. Así, los curillas y capellanes, valiéndose de la
confesión, escudriñan si el soldado se toca el pene recatadamente o no en el
acto de orinar, si tiene pensamientos impuros, si lleva a cabo una vida religiosa
como la Iglesia ha establecido o el penitente incurre en laxitud. La
religiosidad, nos lo han dicho ya los humanistas y los reformadores, tiene que
ver con la conciencia de cada cual, con lo que desee creer y practicar de
acuerdo con una ética personal. Pero la Iglesia quiere más, quiere hurgar en
las fuerzas armadas españolas para tener la influencia que no tendría de otra
manera.
Luego vienen las asociaciones de
damas y señoras que forman parte de toda la parafernalia, pagada por el erario
público, mientras necesidades imperiosas están sin atender ante la limitación
de los recursos de todo Estado. Y toda una burocracia está al servicio del
arzobispo castrense para los tres ejércitos de España (tierra, mar y aire), la
policía y la Guardia Civil del duque de Ahumada. Con sus festividades
religiosas, sus misas y cánticos, sus vestidos de gala y la asistencia de
autoridades civiles.
Patética fue la anécdota por la
que, siendo Ministra de Defensa doña Carme Chacón, y celebrándose la jura de
bandera en la Escuela Naval de Marín (Pontevedra), aquella advirtió a las
autoridades militares de que no asistiría al acto si se celebraba una misa
oficial. Hubo misa y la ministra no asistió. ¿No hubiera sido más coherente –y respetuoso
con la Constitución- que la ministra diera la orden de que el acto respetase la
aconfesionalidad del Estado y las autoridades castrenses obedeciesen?
Con los recursos de todos los
españoles se mantiene una iglesia catedral castrense, un colegio sacerdotal
dependiente del obispo castrense, una hermandad de capellanes retirados. De
nada han valido los esfuerzos y escritos de Jovellanos, de Urquijo, de Juan
Antonio Llorente, de Meléndez Valdés, de Azcárate y Sanz del Río. La nómina no
se agota aquí, como tampoco la paciencia de una población que ve, una vez más,
como la Iglesia se impone al Estado en un asunto que dice mucho del respeto que
dicho Estado debe a sus ciudadanos.
L. de Guereñu Polán.
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