La Constitución es
en estos momentos un texto tan manido como desconocido. Hasta el Sr.
Iglesias en su reaparición llega a la cita con un formato de
bolsillo, un modelo muy usado por los líderes bolivarianos. Más
que elemento de lectura y aplicación de lo leído, se tiene la
impresión que es un arma arrojadiza en manos de todos los que sin el
menor pudor, se aferran a ella como argumento apocalíptico.
La Constitución no
es una pócima mágica que entierre de forma definitiva las
discrepancias de los diversos intereses y modelos que laten en una
sociedad dinámica. Es simplemente una solución necesitada de forma
periódica de perfeccionamientos que la acomoden a los tiempos y
generaciones diferentes, para ahormar el espacio de convivencia.
Desde que los seres
humanos alcanzaran su madurez con la Revolución Francesa y la
Ilustración dejando atrás los ropajes de vasallos para vestir las
galas de ciudadanos las Constituciones fueron la configuración
textual de su emancipación.
Nace como compromiso
cívico en la pugna eterna entre el poder político y la ciudadanía
acotando las pretensiones de aquel sobre los individuos y su
autonomía personal o colectiva. Nunca otorgada. De una u otra forma
es una conquista popular. Incluido nuestro caso, donde en su parto
confluyeron circunstancias singulares y por demás complicadas.
Compendia los
derechos civiles y los valores colectivos con visión global. No como
arma de confrontación, tal como parecen entender algunos, sino como
regulación de convivencia de diferentes. Bajo su imperio se amparan
tanto las libertades personales como las comunes, y en ambos casos la
disidencia, en orden a la diversidad social y territorial que compone
el estado.
Como principio de
viabilidad, es inevitable el respeto a la legalidad aceptada que
encarna y a las normas comunes que a todos obligan y son garantes de
la diferencia. Y en consecuencia dentro de del estado de derecho y de
la división de poderes que configura, es el poder judicial el
llamado a reponer la legalidad truncada caso de producirse. De lo que
no debe inferirse como aceptable la deleznable manipulación a la
que hemos asistido desviando un tema estrictamente político hacia
otro poder público por cobardía y deslealtad. De forma irracional y
peligrosa para la armonía constitucional el gobierno popular
politizó la justicia para rehuir las obligaciones propias del poder
ejecutivo.
La Constitución es
el eje central del estado de derecho para servir el interés de la
ciudadanía y hacer acomodada su convivencia. Nunca puede ser un
dogma de fe eterno e inmutable. Lo que parece ser convive en algunas
percepciones que la entienden como una redición de las “Leyes y
Principios Fundamentales del Movimiento, sacrosantas y eternas.
Tanto, que ya se han ido por el albañal de la historia.
La Constitución es
válida en tanto de respuestas validas a tiempos cambiantes. Tiempos
con demandas distintas a las de hace cuatro décadas. Momentos
históricos en que los cambios de paradigma se hacen presentes con
ritmo meteórico, lo que provoca una entendible desazón y vértigo
en la clase política.
Como toda obra
humana, aún siendo un documento tremendamente valioso que permitió
viajar por la historia en convivencia pacífica y democracia largo
tiempo, y sobre todo, -para que siga siendo ese eficaz mecanismo-,
requiere los ajustes indispensables que mantengan su lozanía. Y la
corrección de aquellas zonas más difusas, que discretamente
quedaron en penumbra para hacer factible su realidad en momentos
especialmente complejos. Un pacto constitucional debe ser dinámico
para ser útil. Es imposible determinar soluciones definitivas para
circunstancias no previsibles en la hora de su diseño.
Forma de estado,
reforma de la ley electoral, convivencia y conciliación territorial,
blindaje del estado de bienestar, son entre otros, aspectos que
inevitablemente ha de afrontar la clase política en orden al texto
en vigor, no como confrontación, sino como suma de ideas. Con
altura política para desechar lo excluyente en aras de lo
conviviente. Un camino hacia el segundo tercio del siglo XXI donde la
concordia alcance la coexistencia armónica de entidades o realidades
diferentes.
Un espacio
constitucional que sea exclusivamente la sala de estar de la
ciudadanía. Sabiendo de dónde venimos. Utilizando por ello la
memoria como escuela ética de valores. Enfrentándonos a nuestro
pasado, sin mancillarlo ni manipularlo. Cimentando sobre los valores
de la verdad la convivencia y el futuro en una sociedad democrática
decente y digna. Que pueda mirarse en su espejo sin cerrar los ojos.
*Antonio Campos
Romay ha sido diputado en el Parlamento de Galicia.
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