domingo, 21 de abril de 2019

Los nacionalismos de España

Edificio de las Juntas Generales de Álava

Si los dirigentes españoles de la derecha hubiesen leído el libro de Juan Pablo Fussi, “España. La evolución de la identidad nacional”, estarían en condiciones de no decir tantas tonterías como salen de sus caletres; digo “estarían”, porque aún habiéndolo leído puede que no les hubiese aprovechado. En un par de capítulos de dicha obra el historiador –quizá el mejor conocedor de los nacionalismos españoles- desgrana el origen, naturaleza y evolución de los nacionalismos periféricos.

En el siglo XIX ya hubo proyectos regionales que culminaron en la Constitución nonata republicana de 1873 y, ya en el XX, la Mancomunidad Catalana, y es curioso que en la I República española ya se contemplase el reconocimiento de “diecisiete Estados”. Las dos ideas fundamentales que expone el citado historiador son que “los ámbitos reales” de la vida social española durante el siglo XIX fueron la localidad y la región, no la nación española; y la conciencia regional fue añeja en muchas regiones españolas; la otra es que la aparición de los distintos nacionalismos obedece a “razones extraordinariamente complejas”, por lo tanto nada de despachar este asunto con exabruptos e idioteces.

En efecto, los nacionalismos españoles fueron el resultado de largos procesos históricos y la integración en cada una de las regiones también fue el resultado de procesos largos de sus economías, del dinamismo unificador de las ciudades, de la aparición de opiniones públicas, medios modernos de comunicación y la cristalización, en suma, de una “conciencia colectiva” de pertenecer a una comunidad diferenciada, para la que se reclama reconocimiento. Las lenguas vernáculas, la historia (en el caso de Cataluña formando parte de un estado distinto durante siglos), la etnografía y las instituciones particulares (foros, derecho civil…) han hecho que surgieran teóricos de los nacionalismos periféricos; estos no han surgido por capricho de nadie o por generación espontánea.

Una cosa es que existamos en España los que admiramos el centralismo jacobino francés (un estado fuerte para hacer frente a las desigualdades, a favor de los más débiles) y otra es que, en España, tal fórmula no sirve. Cierto que los nacionalismos se nutren también de mitos como el de que el euskera es una lengua más antigua que las romances, lo cual, siendo cierto, no da carta de naturaleza a nada. También es un mito que Cataluña existe desde hace mil años: no es cierto como tampoco que el reino suevo, del que formó parte el territorio de la actual Galicia, fue el primer estado europeo.

La “Renaixença” catalana y el “Rexurdimento” gallego hicieron mucho a favor de sus nacionalismos respectivos, por lo menos en el ámbito cultural; el salto al ámbito político fue más lento pero duradero. Los vascos, por su parte, se sienten orgullosos, y con razón, de las variedades dialectales del euskera que fueron estudiadas en el siglo XIX por Lucien Bonaparte (un inglés de nacimiento, francés de cultura, que moriría en Italia). Aunque la existencia del Señorío de Vizcaya antiguamente, junto con las provincias forales de Álava y Guipúzcoa, no da razón suficiente para el nacionalismo vasco, sí lo da que el sentimiento de pertenecer a una comunidad diferenciada sea algo de muchos vascos, que incluso quieren elevar esa diferenciación al campo de la política.

Tampoco es razón suficiente para el nacionalismo catalán la gran literatura de Jacinto Verdaguer, pero su obra, junto con el modernismo en arquitectura, pintura y literatura, que abarcó también a las artes decorativas y al mueble, la vidriera, la cerámica, la joyería, la forja, el cartelismo…, renovó de raíz la vida cultural catalana teniendo un éxito social indudable (que, es cierto, no comprendió a la masa obrera, pero sí a amplios sectores de la clase media y a los ilustrados de la época). La obra de D’Ors, un conservador, consistió en resaltar el particularismo de Cataluña como región mediterránea.

La cultura euskaldún (fiestas, publicaciones, estudios de filología, antropología y prehistoria vascas) una vez que se reconoció como diferente, contribuyó al nacionalismo político vasco. Lo mismo las obras de Rosalía de Castro, Murguía, Alfredo Brañas (otro conservador) y la “Asociación Regionalista Gallega” contribuyeron al nacionalismo en Galicia, claramente minoritario porque aquí la clase media era raquítica en comparación con Euskadi y Cataluña en los momentos del cambio de siglo (XIX-XX).

En Cataluña surgieron numerosas organizaciones catalanistas, y personajes como Prat de la Riba y Domenech i Montaner contribuyeron decisivamente al nacionalismo político, como también en Euskadi la obra de los hermanos Arana (Luis y Sabino), diciendo muchas simplezas, fue decisiva. Se empezó a reivindicar el derecho civil catalán, en 1892 una Asamblea en Manresa reivindicó ideas tradicionalistas, corporativistas y confesionales, pero también las bases para una “Constituciò Regional Catalana” que reclamó el catalán como “única lengua oficial” en Cataluña. A ello se unió el tradicionalismo rural catalán (como en el caso vasco) que, en cuanto tuvo noticia de lo que estaba pasando en las ciudades con las ideas expuestas, se sumó gustoso a una “Cataluña como patria o nación propia y distinta”. A principios del siglo XX (incluso antes) Cataluña formaba una unidad económica y cultural ampliamente vertebrada bajo el liderazgo de una gran ciudad, Barcelona, que no tuvieron Galicia ni Euskadi (en 1900 Bilbao no llegaba a los 100.000 habitantes).

En Vasconia el nacionalismo fue al principio minoritario y nació de la defensa de los fueros que reclamaba el carlismo (una corriente política monárquica y tradicionalista). Los teóricos del vasquismo identificaron (erróneamente) fueros con códigos nacionales de soberanía, lo que nunca habían sido, pero defendieron (sin base) una soberanía distinta y anterior a la española: lo de “anterior” es una falsedad manifiesta, pero penetró entre minorías que luego fueron siendo no tan minorías. La independencia vasca (nunca existente) habría sido mancillada en 1839, y más en 1876, pero lo cierto es que hubo territorios vascos que bascularon claramente hacia Castilla desde el siglo XII. La sociedad vasca, sobre todo en las ciudades, estuvo fuertemente castellanizada, mientras que los teóricos del nacionalismo idealizaban el mundo rural (no veían bien la industrialización de Bilbao y de muchas villas guipuzcoanas).

El éxito político de “Solidaridad Catalana” en 1907 (amalgama de nacionalistas, republicanos, federales y carlistas) animó al nacionalismo, aunque aquel éxito luego fuese menor. Además, dicho éxito, solo fue palpable en las provincias de Barcelona y Girona (la “Cataluña vieja”).

Todo lo anterior no se puede ignorar; muy al contrario, se debe conocer, y más por quienes aspiran a legislar y gobernar España.

L. de Guereñu Polán.

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