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Si los dirigentes
españoles de la derecha hubiesen leído el libro de Juan Pablo Fussi, “España.
La evolución de la identidad nacional”, estarían en condiciones de no decir
tantas tonterías como salen de sus caletres; digo “estarían”, porque aún
habiéndolo leído puede que no les hubiese aprovechado. En un par de capítulos
de dicha obra el historiador –quizá el mejor conocedor de los nacionalismos
españoles- desgrana el origen, naturaleza y evolución de los nacionalismos
periféricos.
En el siglo XIX ya hubo
proyectos regionales que culminaron en la Constitución nonata republicana de
1873 y, ya en el XX, la Mancomunidad Catalana, y es curioso que en la I
República española ya se contemplase el reconocimiento de “diecisiete Estados”.
Las dos ideas fundamentales que expone el citado historiador son que “los
ámbitos reales” de la vida social española durante el siglo XIX fueron la
localidad y la región, no la nación española; y la conciencia regional fue
añeja en muchas regiones españolas; la otra es que la aparición de los
distintos nacionalismos obedece a “razones extraordinariamente complejas”, por
lo tanto nada de despachar este asunto con exabruptos e idioteces.
En efecto, los
nacionalismos españoles fueron el resultado de largos procesos históricos y la
integración en cada una de las regiones también fue el resultado de procesos largos
de sus economías, del dinamismo unificador de las ciudades, de la aparición de
opiniones públicas, medios modernos de comunicación y la cristalización, en
suma, de una “conciencia colectiva” de pertenecer a una comunidad diferenciada, para la que se reclama reconocimiento. Las lenguas vernáculas, la historia (en
el caso de Cataluña formando parte de un estado distinto durante siglos), la
etnografía y las instituciones particulares (foros, derecho civil…) han hecho
que surgieran teóricos de los nacionalismos periféricos; estos no han surgido por
capricho de nadie o por generación espontánea.
Una cosa es que
existamos en España los que admiramos el centralismo jacobino francés (un
estado fuerte para hacer frente a las desigualdades, a favor de los más débiles)
y otra es que, en España, tal fórmula no sirve. Cierto que los nacionalismos se
nutren también de mitos como el de que el euskera es una lengua más antigua que
las romances, lo cual, siendo cierto, no da carta de naturaleza a nada. También
es un mito que Cataluña existe desde hace mil años: no es cierto como tampoco
que el reino suevo, del que formó parte el territorio de la actual Galicia, fue
el primer estado europeo.
La “Renaixença”
catalana y el “Rexurdimento” gallego hicieron mucho a favor de sus
nacionalismos respectivos, por lo menos en el ámbito cultural; el salto al
ámbito político fue más lento pero duradero. Los vascos, por su parte, se
sienten orgullosos, y con razón, de las variedades dialectales del euskera que
fueron estudiadas en el siglo XIX por Lucien Bonaparte (un inglés de nacimiento,
francés de cultura, que moriría en Italia). Aunque la existencia del Señorío de
Vizcaya antiguamente, junto con las provincias forales de Álava y Guipúzcoa, no da razón suficiente para el nacionalismo vasco, sí lo da que el sentimiento
de pertenecer a una comunidad diferenciada sea algo de muchos vascos, que incluso
quieren elevar esa diferenciación al campo de la política.
Tampoco es razón
suficiente para el nacionalismo catalán la gran literatura de Jacinto
Verdaguer, pero su obra, junto con el modernismo en arquitectura, pintura y
literatura, que abarcó también a las artes decorativas y al mueble, la
vidriera, la cerámica, la joyería, la forja, el cartelismo…, renovó de raíz la
vida cultural catalana teniendo un éxito social indudable (que, es cierto, no
comprendió a la masa obrera, pero sí a amplios sectores de la clase media y a
los ilustrados de la época). La obra de D’Ors, un conservador, consistió en
resaltar el particularismo de Cataluña como región mediterránea.
La cultura euskaldún
(fiestas, publicaciones, estudios de filología, antropología y prehistoria
vascas) una vez que se reconoció como diferente, contribuyó al nacionalismo político
vasco. Lo mismo las obras de Rosalía de Castro, Murguía, Alfredo Brañas (otro
conservador) y la “Asociación Regionalista Gallega” contribuyeron al
nacionalismo en Galicia, claramente minoritario porque aquí la clase media era
raquítica en comparación con Euskadi y Cataluña en los momentos del cambio de
siglo (XIX-XX).
En Cataluña surgieron
numerosas organizaciones catalanistas, y personajes como Prat de la Riba y
Domenech i Montaner contribuyeron decisivamente al nacionalismo político, como
también en Euskadi la obra de los hermanos Arana (Luis y Sabino), diciendo
muchas simplezas, fue decisiva. Se empezó a reivindicar el derecho civil
catalán, en 1892 una Asamblea en Manresa reivindicó ideas tradicionalistas,
corporativistas y confesionales, pero también las bases para una “Constituciò
Regional Catalana” que reclamó el catalán como “única lengua oficial” en
Cataluña. A ello se unió el tradicionalismo rural catalán (como en el caso
vasco) que, en cuanto tuvo noticia de lo que estaba pasando en las ciudades con
las ideas expuestas, se sumó gustoso a una “Cataluña como patria o nación
propia y distinta”. A principios del siglo XX (incluso antes) Cataluña formaba
una unidad económica y cultural ampliamente vertebrada bajo el liderazgo de una
gran ciudad, Barcelona, que no tuvieron Galicia ni Euskadi (en 1900 Bilbao no llegaba a los 100.000 habitantes).
En Vasconia el
nacionalismo fue al principio minoritario y nació de la defensa de los fueros
que reclamaba el carlismo (una corriente política monárquica y
tradicionalista). Los teóricos del vasquismo identificaron (erróneamente)
fueros con códigos nacionales de soberanía, lo que nunca habían sido, pero
defendieron (sin base) una soberanía distinta y anterior a la española: lo de “anterior”
es una falsedad manifiesta, pero penetró entre minorías que luego fueron siendo no tan minorías. La independencia vasca (nunca existente) habría sido
mancillada en 1839, y más en 1876, pero lo cierto es que hubo territorios
vascos que bascularon claramente hacia Castilla desde el siglo XII. La sociedad
vasca, sobre todo en las ciudades, estuvo fuertemente castellanizada, mientras
que los teóricos del nacionalismo idealizaban el mundo rural (no veían bien la
industrialización de Bilbao y de muchas villas guipuzcoanas).
El éxito político de “Solidaridad
Catalana” en 1907 (amalgama de nacionalistas, republicanos, federales y
carlistas) animó al nacionalismo, aunque aquel éxito luego fuese menor. Además,
dicho éxito, solo fue palpable en las provincias de Barcelona y Girona (la “Cataluña
vieja”).
Todo lo anterior no se
puede ignorar; muy al contrario, se debe conocer, y más por quienes aspiran a
legislar y gobernar España.
L. de Guereñu Polán.
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