Durante el siglo XIX,
en Europa pero no solo, se fue forjando una conciencia de clase entre aquellos
que habían sufrido, durante generaciones, los abusos y las injurias de los
poderosos: en forma de campesinos sin tierra, de empleados en los talleres, de
obreros en las primeras industrias, de arrendatarios de tierras, molinos,
hornos y otros medios de producción más o menos primitivos.
Esta conciencia de
pertenecer a una clase social distinta de otras, la de los propietarios, los
rentistas, los aristócratas, los amos y los señores, fue explicada por
anarquistas y socialistas de la más variada estirpe, tanto en el norte de
Italia como en Lyon, París, el Rhur, Inglaterra y ciudades españolas como
Barcelona, Madrid, Alcoy, Sabadell y los campos de Extremadura, Andalucía,
Aragón y las dos Castillas. Concibieron aquellos desarrapados, que solo
trabajaban unos meses al año, permaneciendo otros tantos en paro estacional,
así como los que trabajaban dieciséis horas al día sin derechos de ningún tipo,
con salarios de miseria, sufriendo hambre que se extendía por amplias familias
de mucha prole, alguna de la cual perecía a los pocos años de existencia, concibieron
estos –digo- que su suerte estaba ligada a un cambio en las condiciones
políticas del país en el que les había tocado vivir.
Esto fue así durante la
revolución de 1830 en Francia, en Bélgica, en Grecia, con la ley de pobres en
Inglaterra, en Polonia (donde la suerte de los desarrapados se unió a la lucha
contra el régimen zarista) y también en España en algunos lugares de industrias
avanzadas para la época. Llegó así el siglo XX y la internacionalización de la
economía, sobre todo en las minas, el sufrimiento padecido por hombres y
mujeres en fábricas de tabacos, textiles, de construcción, en el campo y en la
ciudad, hicieron que los asalariados se apuntaran en masa a los movimientos
sociales que dieron sus frutos en los momentos de libertad.
Durante la dictadura
del general Franco, sobre todo a partir de los años sesenta del pasado siglo,
brotó un empuje gigantesco para las posibilidades existentes, que debemos
reconocer y elogiar. Las huelgas, las manifestaciones, las protestas, las
consignas, la lucha solapada o manifiesta, estaban a la orden del día. Existía
un pálpito permanente que se nutría de la conciencia necesaria para mantener la
tensión contra patronales impías y un estado miserable.
Esto es lo que falta
ahora: la terciarización de la economía ha anulado la combatividad de los
sectores industrial y agrario, sobre todo en la mitad sur de España, pero
también en la Cataluña de los “rabasaires” y en la España de los colonos. Se
fueron agotando los “cinturones rojos” de las ciudades, se acomodaron los
empleados a sus exiguos sueldos, a la supervivencia para tener un televisor, un
coche utilitario, una escuela para los hijos y un médico gratuito para los
casos de enfermedad. Los subsidios de paro paliaron la combatividad de los
desempleados, los sindicatos redujeron sus reivindicaciones a favor de los que
tenían empleos mal pagados.
Y así hemos llegado a
un siglo XXI con una falta casi total de conciencia de clase: ¿Qué trabajador,
qué asalariado, qué empleado se siente hoy miembro de una clase protagonista en
la historia, sin la cual no es posible el progreso ni la riqueza? Aquí hay una
labor ímproba por parte de las organizaciones de izquierda que quizá han
claudicado de ello como consecuencia de otros retos de más alcance; la
globalización de la economía, el empuje de las patronales, la tecnificación de
la industria, la victoria de los dueños del dinero en contener salarios y
derechos.
¿Existe conciencia en
España de que logros de hace unos años han desaparecido, como la negociación
colectiva? ¿O que esta es hoy una engañifa al restringirse al ámbito
empresarial? ¿Existe hoy conciencia en España de que hay una inspección de
trabajo que –hasta hace unos meses- no ha cumplido con sus funciones sociales?
¿Existe hoy en España la idea de que las clases sociales siguen existiendo,
aunque su estructura sea otra, solo por el hecho de que el consumo nos engaña y
la política ya no es lo que era?
¿Para cuándo el trabajo
de los partidos socialistas, de los sindicatos, en pro de una nueva conciencia
de clase que advierta a todos de que la sociedad está injustamente organizada,
de que existen poderosos mecanismos ideados para engañar a la población
trabajadora? Las nuevas formas de contratación, de producción, la ampliación de
los mercados, las relaciones inexistentes entre patronos y asalariados, puede
que hayan desanimado a muchos, pero es labor de los dirigentes sindicales y
políticos (en el campo de la izquierda) advertir que es posible un mundo
laboral muy distinto donde de nuevo la conciencia de clase, los derechos
laborales, estén a la orden del día.
L. de Guereñu Polán.
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