miércoles, 23 de octubre de 2019

LA UTOPIA DESEABLE. Antonio Campos Romay*


Cuando honestamente se cree en el progreso colectivo, pasando de la concepción abstracta a lo concreto, se intenta poner en valor su significado. En consecuencia se incita a caminar por su senda como tránsito hacia la mejora de la condición humana, contribuyendo a hacer reales las esperanzas de una sociedad construida sobre valores morales y de fraternidad. Que busca amparo en el marco de un mundo más justo. Pudiera a primera vista semejar que se propugna una utopía, que como mucho pueda despertar una sonrisa piadosa o displicente.
Hace más de quinientos años Thomas More, inscribió en nuestro imaginario “su” isla, que convocaba a la ensoñación del ser humano. Quizás a la quimera o la fabula. Pero también lo hacía a ideales de transformación, de capacidad crítica y revolución social. E implícitamente a abundar en el convencimiento de que la utopía de hoy, no es sino el umbral de la realidad de mañana. 
Son tiempos turbulentos, en los que el mundo avanza hacia paradigmas distintos. Donde el ciclo histórico está mudando con más rapidez de lo que muchas mentes anquilosadas están dispuestas a aceptar aun a riesgo de verse arrolladas por la realidad. La dimensión local y la internacional sufren la virulencia de convulsiones que son sinérgicas en un mundo globalizado. Lo que nos obliga de forma inevitable, a optar y hacer elecciones que pueden condicionar severamente el devenir.
Elegir como seres humanos miembros de un espacio colectivo que no pueden permanecer indiferentes o en silencio ante las opciones que diseñaran la nueva forma de acontecer. Ante las que cada cual, desde su visión y sensibilidad concreta, debe asumir su responsabilidad. Siendo conscientes que de no adoptarlas, se habilita la impunidad de quien acecha para inspirar y cometer actos contrarios al interés colectivo.
Cuando frente al internacionalismo que es base de un intento de concertación solidaria se pretende sembrar de fronteras la Tierra. Cuando de una bandera se hace más razón de ser que de una causa social. Cuando se declina por pensar diferente, la capacidad de entenderse. Cuando el recurso a la violencia, con indiferencia de que la esgrima una mano mercenaria, el poder políticos, o los que del alboroto hacen profesión o divertimento, enturbia y supera la configuración de las ideas. Cuando se disfrazan de ideas las actitudes encaminadas menospreciar al otro o a subordinarlo por el temor tácito o explicito. Cuando la soberbia hace creer ser dueños de la razón absoluta frente a visiones distintas. Cuando se confía la solución a la justicia lo que es simplemente política. Cuando alguien se cree por mesiánicas razones dueño de un territorio, o de un conjunto de ellos agrupados bajo forma de Estado. Cuando se esgrime patrio como antagónico de pueblo. Cuando el reproche legal de las conductas alcanza una dimensión difícilmente entendible. Llegado a ese punto y tales actitudes toman carta de naturaleza, las sociedades necesitan serenarse y reflexionar seriamente su comportamiento.
Es quizás llegado el momento de arribar a las playas de esa isla tan poco conocida que nos dibujó Thomas Moro. Donde tiene acogida el ser humano que aspira a la felicidad y no está dispuesto a renunciar a convivir en paz, y que confía con inocencia positiva, que el género humano es capaz de evolucionar poniendo en valor la idea de que una sociedad mejor es posible.
Es sin duda el momento en que la ciudadanía exija a sus políticos empeñados estúpidamente en cavar trincheras a riesgo de que terminen convirtiéndose en fosas, que pongan su empeño en lo que ansían los seres humanos: avanzar hacia esa deseable utopía de una sociedad humanizada, social, justa, libre y solidaria
El futuro pertenece a aquellos que tiene la osadía de soñarlo.
*Antonio Campos Romay ha sido diputado en el Parlamento de Galicia.


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