Que yo sepa, el Estado
español no tiene garantías de que el rico patrimonio artístico que atesora la
Iglesia en nuestro suelo, está a salvo de expolios, ventas o expatriaciones. Solo
hay que tener presente las pinturas que algunas catedrales guardan en sus sacristías
o museos, como es el caso de la de Toledo (un Tiziano, un Greco y otras de
autores no menores), así como la de Sevilla o el monasterio de Guadalupe, donde
se guarda una colección extraordinaria de Zurbarán.
A principios del siglo
XX los escolapios de Monforte de Lemos quisieron vender una obra de Hugo van
der Goes al káiser alemán, aunque en esta ocasión alguien se interpuso y se
pudo evitar el contrafuero. Por las mismas fechas, sin embargo, un bote de
marfil, ricamente labrado por un artista del siglo X para el califa cordobés
del momento, sí fue vendido por el cabildo de la catedral de Zamora, junto con
otros objetos que se encontraban en unas arquetas y que se encontraban catalogadas
por otro cabildo del siglo XIV. Más grave, en este caso, es que el dinero
obtenido fue destinado a comprar valores de la una empresa hidroeléctrica (la
Iglesia ha sido experta inversora entre otras cosas).
Recordemos el robo,
hace unos años, del Codex Calixtinus del archivo de la catedral compostelana.
La acción policial vino a restituirlo después de un tiempo no corto, pero esto
demuestra que la Iglesia no tiene la custodia debida del patrimonio que
corresponde a todos, aunque esté en sus manos no siempre de forma lícita.
No son pocos los
autores que se han preocupado en denunciar esta situación, llegándose a la
conclusión, como hizo Gaya Nuño, de que el expolio de obras de arte, por parte
de la Iglesia, durante las pasadas décadas de los años sesenta y setenta, roza
lo inimaginable. Ni el personal eclesiástico al cargo de las obras de arte está
especializado en muchos casos, ni los contratados a tal efecto están bajo la
vigilancia del Estado, por lo que, si no existe un “soplo” por parte de algún
bien intencionado ciudadano que se entere del asunto, la Iglesia podrá seguir
como hasta ahora.
No debe olvidarse que
en siglos ya muy antiguos, la propia Iglesia no tuvo inconveniente en
falsificar un documento (la Donación de Constantino) para exigir, con el
tiempo, la creación de los Estados Pontificios, que no dejó hasta que un
dictador, a cambio de dinero, se lo apropió para el reino de Italia en 1929.
Oro ejemplo que me
viene a la memoria es el de la localidad zamorana de Villafáfila, donde un cura
desaprensivo quiso vender una talla antigua. Conocedor la feligresía de esto,
se manifestó ruidosamente hasta que intervino la Guardia Civil. Es muy común
que los feligreses, sobre todo en el medio rural, tengan a la parroquia como
algo propio –particularmente en Galicia- por lo que no debe de salir de ella
nada sin que sea conocido y aprobado por los fieles. No todos los curas
coinciden en esto, como quedó demostrado con la disputa, que duró varios años,
de ciertas tierras en la parroquia de San Xurxo de Sacos (Cerdedo-Cotobade), o –por
otros motivos- el pleito tenido entre feligreses y arzobispo de Santiago por la
sustitución de un cura en el año 1978.
La Cámara Santa de
Oviedo, los tesoros guardados en la catedral de Burgos, en la de Segovia, en
muchos monasterios todavía en uso, las grandes catedrales de Barcelona,
Valencia, Palma, Vitoria, Lugo, Ourense, Salamanca, Cuenca, prioratos, museos y
archivos eclesiásticos… un sinfín de riquezas históricas y artísticas que no
están bajo el control del Estado pero que, por ahora, están en España.
En 1910 el ministro
Julio Burrell ya se tuvo que ocupar de este asunto, y los estudiosos Martín
Benito y Regueras Grande claman en el desierto contra el descontrol existente
en España sobre su patrimonio, a pesar de la legislación pretendidamente
garantista que existe. Los coleccionistas ofrecen cantidades pingües a los
poseedores o guardadores de tesoros extraordinarios, la Iglesia, que de acuerdo
con su historia, ha pecado mucho en esta materia, y el Estado no debiera estar
ajeno a tan importante asunto. Cuando ha hecho dejación, nos encontramos con
episodios como la donación de varias decenas de pinturas, por parte de Fernando
VII, al duque de Wellington, así como la desaparición de varios cientos de
libros, algunos incunables, en manos de la Iglesia, o la colección con la que
se hizo el rey francés Luis Felipe de Orleáns hasta que fue destronado en 1848
(las pinturas que tenía eran de autores españoles y salidas de España).
L. de Guereñu Polán.
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