viernes, 7 de agosto de 2020

DIGNIDAD NACIONAL. Antonio Campos Romay*

 La DIGNIDAD NACIONAL tras una cascada de lamentables sucesos invita a un examen de conciencia colectiva de los temas pendientes depositados bajo la alfombra de nuestra casa común. Sin refugiarse con actitudes timoratas en el tópico, “ahora no toca, o “no es el momento oportuno”. Algo usado hasta la náusea tras la muerte del dictador… “los españoles necesitan mano dura” o “no están preparados para la democracia”…

Que a estas alturas alguien dude que la monarquía como forma de estado fuera impuesta desde caracterizados sectores facticos como condición “sine qua non” para que fuese viable el texto constitucional, sería un ejercicio de ingenuidad. La forma de estado, -algo con entidad propia para un pronunciamiento separado-, fue subsumida en el referéndum constitucional eludiendo el dictamen ciudadano previo en la cuestión.

La ciudadanía ha mostrado durante estas cuatro décadas un elevado nivel cívico y democrático, en ocasiones a más altura que sus políticos. Dejando mantras interesados a un lado, fue el auténtico motor del cambio. Las organizaciones sindicales con CCOO y UGT en cabeza, el movimiento vecinal, estudiantil, organizaciones culturales y sociales, el PCE (ese tan denostado por ciertos advenedizos a la historia democrática), el PSOE, personalidades demócratas-cristianas, o las formaciones nacionalistas. Y la concurrencia de una clase política con especial vocación y compromiso. Decir lo contrario es adulterar la verdad histórica y ofender a quienes fueron encarcelados, torturados y en algunos casos asesinados. Gentes que si arriesgaron su vida y su libertad para crear las condiciones propicias al cambio político.

La Transición era inevitable porque el modelo se agotó con el dictador. Y su entorno carecía de la fuerza necesaria para perpetuarse, más allá de un periodo anecdótico, en un espacio hostil interno y con un árido ambiente en una Europa donde las condiciones políticas retiraban el oxígeno a los regímenes autoritarios. A lo que cabe unir el acicate de los vecinos portugueses con su lección cívica del 25 de abril. La conciencia social crecía imparable y la crisis económica imponía sus urgencias. La presencia de Pinochet como único jefe de estado extranjero en el entierro del dictador fue la metáfora de la soledad final del franquismo.

Durante cuarenta años se tejió con eficacia una campaña perfectamente orquestada con las complicidades oportunas en la que se revistió de traje de estadista y hombre providencial, al personaje D. Juan Carlos de Borbón, que se metió a fondo como actor en el papel de “Campechano”. Una acción de propaganda basada en el convencimiento de dirigirse a unos súbditos menores de edad. Un relato edulcorado, obligado dogma de fe. Erase a un país inmaduro al que llegó un Príncipe Azul de Dios ungido por el Caudillo Franco para traer debajo del brazo la democracia desde el edén de El Pardo. Dicho lo cual, no es menos justo subrayar su actitud muy positiva de acomodo al proceso de cambio y cooperador en el mismo, desde la conciencia de ser esto vital para la supervivencia de la institución que encarnaba.

Es prematuro analizar el reinado emérito con el rigor debido entre el estruendo de los desgarrados lamentos de plañideras, palmeros y patéticos botafumeiros. Los que de forma acrítica le atribuyen los logros del proceso democrático y una permanente entrega a la patria. Algo que se comparece difícilmente en cuanto a su disponibilidad, caso de tomar en cuenta las numerosas informaciones que se multiplican, que refieren como su mayor dedicación bajar y subirse los pantalones con una interminable sucesión de damas, largos diálogos con líquidos espiritosos, agotadoras jornadas de caza en los lugares más exóticos, vagabundeos en yate y competiciones de vela, etc., así como el cultivo laborioso de amistades, hoy huéspedes del Estado o en ásperos problemas con la justicia.

Su momento estelar, una noche de febrero de 1981, sigue pese a más de un centenar de libros que intentan desenredar el turbio entramado, en una nebulosa de la que apenas salen tibias luces que no suelen conjugar con la crónica oficial. Inquieta que la documentación sobre este acto de traición, este celosamente velada y sin desclasificar. En aquella noche poco propicia al sueño, hay una frase que ilustra el concepto que tenia de la legitimidad de su magistratura este líder. Conversando con el general Fernández Campo le espeta: “Los pueblos, como dice mi padre, olvidan enseguida cómo se llegó al poder”.

Este cambio de residencia, huida, salida, abandono, fuga, es un nuevo baldón para la imagen de España a manos de una familia que históricamente fue fuente permanente de problemas. Su sangrienta entrada en el país tras una demoledora guerra de sucesión, tres guerras civiles por mor de pleitos dinásticos, ser parte muy activa en el bando franquista en el brutal fratricidio 1936-1939, y tras sus expulsiones regresar siempre “manu militari”…

Lo que no es, es lo que le escriben al caballero “ausente” en su nota de despedida. “Una meditada decisión personal y un último servicio a España y a la Corona”. Difícil de digerir, salvo disposición piadosa del lector a comulgar con ruedas de molino. Tal como parece hace quien manifiesta: “el rey emérito no huye de nada”…

Es cansino oír a los incondicionales del Sr. De Borbón acusando como culpables de su puesta de pies en polvorosa, a los que osaron contar sus presuntas irregularidades, los que las documentaron, el gobierno o el “sursum corda”… Conspiradores que pusieron al “inviolable” en el disparadero. Pero, nada en él debe del virtuoso Jefe del Estado que exhortaba “una justicia igual para todos”, hoy en paradero desconocido, para embarazo del ejecutivo.

Procede reflexionar con seriedad cuanto más este país está dispuesto a tolerar que su dignidad sea enlodada. Cuanto más es posible sostener subterfugios para declinar el derecho a optar de la ciudadanía. Cuanto más se la puede ningunear como sociedad madura y democrática él derecho a manifestar si acepta seguir en un anacrónico y escasamente edificante limbo. De eternos súbditos de la dinastía borbónica. O, si por contra, escoge el caminar democráticamente, -con las indudables dificultades que pueda comportar-, hacia una sociedad distinta. De ciudadanas y ciudadanos libres e iguales. Sin espacios oscuros o impunes.

*Antonio Campos Romay ha sido diputado en el Parlamento de Galicia

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