Una vez que he leído el texto aprobado por el Congreso de la nueva Ley de Educación, y esperando que el Senado solo la mejore, ya puedo dar mi opinión sobre la misma.
En primer lugar, y esto
es algo que la derecha española no entiende, es que una vez que se ha
universalizado la enseñanza hasta los dieciséis años (en algunos países hasta
los dieciocho) no es posible seguir con criterios de evaluación iguales a los
de los años ochenta del siglo pasado y anteriores, como no es posible seguir
haciendo hincapié en los contenidos si esto va en detrimento de las
competencias básicas y las destrezas que se han de procurar a los alumnos. Si
no se acepta éste principio, que fue introducido por los señores Mavarall y
Marchesi en España, cada uno en su puesto, no se puede avanzar hacia ningún
tipo de acuerdo.
Hay otros motivos de
desacuerdo entre la izquierda y la derecha que tienen que ver con el dinero que
ponemos todos los españoles (o casi todos) para sostener el sistema educativo:
algunos queremos que ese dinero vaya a la enseñanza pública, sobre todo, y
otros no soportan que se reste un euro a la enseñanza privada, porque la
llamada concertada es privada. También es cierto que toda ley de educación está
preñada de ideología, como lo fue la francesa de 1905 (ya ha pasado más de un
siglo y en España estamos aún sin superarla en algunos aspectos) o la ley
Moyano, conservadora, que, no obstante, mejoró la situación con respecto a la
España de la primera mitad del siglo XIX.
También el señor Villar
Palasí, que era del “Opus”, plasmó su ideología, y la de su equipo, en la ley
de 1973, y el señor Wert (de infausto recuerdo) y la actual de la señora
Celaá. No hay ley educativa que no tenga ideología, aunque lo ideal es que
tienda al bien común y que sea apoyada por la mayor parte de la sociedad.
La derecha española
hace énfasis en la “cultura del esfuerzo”, queriendo decir con ello que el que
demuestre superación en las diferentes disciplinas, adelante, y el que no,
queda segregado. La ley Celaá, como las anteriores LOGSE y LOE, trata de
integrar a todos los niños y adolescentes independientemente de su situación
social, económica e intelectual, porque está demostrado que las causas del
fracaso de los alumnos están, muchas veces, en pertenecer a familias humildes,
a familias desestructuradas, a dificultades psicológicas, etc. Y ello es
posible aunque difícil. Pero renunciar no es de recibo.
En primer lugar, muchos
países europeos ya hacen hincapié en las destrezas y competencias más que en
los contenidos, por lo que imitarles no parece el peor camino. Otra cosa es qué
se entiende por competencias: el niño y el adolescente, en sus respectivas
etapas, debe alcanzar no tanto saber “cosas”, sino dónde consultarlas, redactar
correctamente, sintetizar un contenido de alguna complejidad, haber alcanzado
un cierto grado de abstracción que le permita comprender causas, efectos,
resultados, etc. En cada disciplina las competencias son distintas y se
alcanzan por diferentes caminos, de ahí la didáctica: un profesor de
Matemáticas, según la moderna pedagogía, no ha de intentar que todos los
alumnos resuelvan ecuaciones complicadas, ni que comprendan los muchos secretos
de la geometría, sino que tengan los instrumentos que, si no ahora, más
adelante les permitan valerse si continúan estudios.
No es fácil. ¿Cómo
saber si cada alumno ha adquirido tales competencias, domina ciertas destrezas
para –si no alcanza el nivel óptimo en conocimientos- lo pueda hacer en un
futuro más o menos próximo? Para eso está la observación diaria en el aula, los
ejercicios adaptados a cada uno (o grupo de alumnos), los debates entre
profesores para cambiar impresiones sobre los rendimientos, las motivaciones de
cada alumno. No son pocos los profesores que dicen haber aprobado a un alumno
no tanto por los méritos alcanzados en su disciplina cuanto por los resultados
que ven en las demás.
A lo largo de mi vida
docente he visto que algunos alumnos no se sentían estimulados por estudiar
conceptos como régimen fluvial, cauce, escorrentía, etc., pero cuando había
operaciones aritméticas para la solución de un problema, se entusiasmaban; por
ejemplo, para el cálculo de pendientes en el mapa topográfico nacional. Me
faltó tiempo para advertirlo a los profesores concernidos. A esos alumnos les juzgué más por las destrezas demostradas en ese campo que por la molicie que
demostraban en otros, aunque cuando se trató de evaluarles tuviese que contar con
todos los elementos que forman parte del currículum: asistencia a clase,
actitud, aptitud, contenidos, participación, etc. Si solo hubiese tenido en
cuenta los conocimientos adquiridos por mis alumnos la tasa de suspensos me
hubiera suspendido a mí también.
Toda ley que pretenda
ser eficaz debe contar con recursos suficientes, pues ha de rebajarse la ratio
por aula, se necesitan medios que faciliten el aprendizaje, contratar
profesores de pedagogía terapéutica, mejorar la preparación del profesorado,
etc. La ley Celaá prevé un aumento de los recursos respecto de cómo dejó a la
educación el Gobierno del señor Rajoy, que redujo los recursos respecto al PIB.
De igual manera se necesita formar continuamente al profesorado a lo largo de
su carrera y formar, sobre todo, a los que eligen la docencia como profesión.
A lo largo del tiempo
es necesario que se evalúen los resultados obtenidos, cosa que prevé la ley
ahora en tramitación (evaluaciones de diagnóstico) para conseguir que los
alumnos no se vean obligados a repetir curso, lo que será inevitable en algunos
casos. La ley prevé que sólo se podrá repetir curso una vez cada dos años, así
como la posibilidad de emplear tres para el bachillerato, que constará de
cuatro opciones.
Con respecto a la
educación secundaria obligatoria desaparecen las segregaciones a edades
demasiado tempranas, como ocurría con la infausta ley Wert y se plantea un
plazo para incorporar la educación de cero a tres años, lo que va en el camino
de facilitar a las familias la atención a los hijos más pequeños (conciliación).
La derecha, sabiendo
que su actitud es falaz, habla de libertad como una reivindicación pero ¿qué
libertad falta en la actual ley? Cada familia podrá elegir el centro educativo
que desee, público o privado, dentro de los privados, concertados o no, primando
el criterio de proximidad y sus hijos podrán cursar la disciplina de Religión,
la única adoctrinadora, por lo que no se supera –una vez más- la vieja
aspiración de la cultura laica de que los alumnos reciban formación religiosa,
pero por parte de personal seleccionado por el Estado y con la formación
exigible. ¿Dónde falta libertad? En realidad la derecha se refiere a que quiere
más recursos públicos para la enseñanza privada, lo que implica que la pública
disponga de menos, se refiere a que la enseñanza concertada pueda exigir el
pago de ciertos servicios, cuando la ley dice que ha de ser gratuita, se
refiere a que al negocio de la enseñanza privada no le salen las cuentas si no
es con los privilegios que hasta ahora ha disfrutado.
Ha habido una grave
irresponsabilidad por parte del Estado –cualquiera que fuese el gobierno- en
uno de los asuntos que la Administración central tiene competencias, y es la
alta inspección, que no se ha ejercido con el celo que se debiera, y así
tenemos las incesantes quejas de las familias a las que se les exige el pago
por actividades que se ofertan a los alumnos, en realidad una forma de
allegar recursos ilegalmente.
También es falaz que los padres tienen derecho a elegir la educación que quieren para sus hijos: sí en el ámbito familiar, pero en la escuela es el centro quien determina los currícula, dentro del marco que la ley establece; así es en todos los países avanzados y en el Consejo Escolar, que el infausto Wert dejó desmantelado, tienen participación los padres para poder incidir en lo que estos demanden.
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