La nueva Ley de Educación reparte competencias, de acuerdo con lo establecido en los diversos Estatutos de autonomía, entre la Administración Central y las Comunidades, y aquí surgió una absurda polémica que el equipo de la ministra pudo evitar no incluyendo el concepto vehicular para el castellano en la enseñanza. En efecto, nunca, salvo en la infausta ley Wert, se había dicho nada de esto, sencillamente porque ya lo establece la Constitución en su artículo 3: “Todos los españoles tienen el deber de conocerla [la lengua castellana] y el derecho a usarla”. Este derecho no puede ser conculcado en comunidad autónoma alguna, pero como una cosa es la ley y otra los que se dedican a incumplirla, preveo una cascada de recursos allí donde las autoridades sean más recalcitrantes, porque no creo incurran en esto los docentes.
De ello han hecho “causa”
los partidos de derecha y algunos otros grupos precipitados, pero lo cierto es
que, o debió dejarse la redacción inicial, o no debió incluirse nunca. Y en
cuanto a las políticas de inmersión lingüística, es decir, favorecer a la
lengua minorizada en un territorio, debiera hacerse lo mismo con el castellano
allí donde no es la lengua materna de sus habitantes (pensemos en el valle de
Arán, comarcas del interior de Cataluña, etc.).
La nueva ley reestablece la diversificación curricular “de verdad”, no como un simple
formulismo. Entre la excelencia y la atención a la diversidad va un abismo: los
grupos conservadores se abonan a la primera, pero la izquierda está por atender
según las necesidades de cada alumno. Por ello se podrán hacer adaptaciones
curriculares, habrá agrupamientos específicos de alumnos, se atenderá a los que
sufren muchas carencias siempre que sus padres quieran integrarlos en los
centros convencionales, etc. Y la misma ley establece que esta integración se
irá produciendo con el tiempo de manera oficial.
Desaparecen las
reválidas del infausto señor Wert, pero habrá evaluaciones de diagnóstico al
terminar determinados cursos en la educación primara y en la secundaria, sin que
ello sirva de estigma a los alumnos, sino de información para los centros, que
tendrán más autonomía que hasta ahora, pues parte del horario se dedicará a definir competencias básicas para los alumnos.
Una novedad es la
fusión de disciplinas que tienen afinidades, lo que es más factible en la
educación primaria (Matemáticas y Tecnología) y siempre he pensado que los
Seminarios o Departamentos en los Institutos debieran estar conformados de
manera que agrupasen a profesores de diversas disciplinas. ¿Por qué no un mismo
departamento para los profesores de todas las lenguas, clásicas y modernas? ¿Por
qué no un departamento para los profesores de Filosofía, Historia y Geografía?
Lo mismo podríamos decir para los de Matemáticas, Física, Química y Biología… Y
de esta forma se podrían coordinar los currículos, estudiar los contenidos
afines sincrónicamente siempre que fuese posible… Esto complica las cosas para
los docentes, pero se trata de ofrecer un mejor servicio a los alumnos, nada
más.
Especialmente
importante me parece la inclusión de una disciplina que incluya el conocimiento
por parte de los alumnos de valores como la paz, la Constitución española (en
sus aspectos fundamentales), los derechos de la infancia, el respeto a los
animales, la igualdad de género y la utilidad de los impuestos, contaminados como
están los alumnos por las opiniones que oyen a los adultos en cada rincón de
sus vidas.
Para que no me salga
muy largo esto dejo lo relativo a la formación profesional, que en la nueva ley
se contempla en un sentido más diversificado e integrador, aunque habrá que
estar atentos a que las autoridades (autonómicas en éste caso) no concedan los
ciclos formativos más apetecibles a los centros privados y el resto a los
públicos.
La derecha, por el
contrario, hubiese querido volver al “Catecismo patriótico” del franquismo en
materia de Religión católica y una enseñanza concebida como en aquel libro que
llevaba por título “España es mi madre”, una madre que dejaba huérfanos a sus
hijos porque el Estado no atendía a todos por igual.
La ley Celaá, me atrevo
a decir, sigue la estela de la LOGSE y la LOE, donde subyace la idea de que los
alumnos aprenden con el profesor y éste con los alumnos. No de otra manera se
puede concebir el ejercicio docente; como un médico aprende a medida que
diagnostica, cura, atiende y yerra. De los alumnos se aprende aunque sean
torpes o aventajados, conflictivos o pacíficos, disciplinados o renuentes al estudio. Y también se contempla en esta ley la idea –no expresada-
de que se pueden emplear contenidos de unas disciplinas para aprender otras, de
ahí la importancia de la colaboración entre docentes.
La nueva ley habla, aunque no tengo claro si con la intensidad suficiente (veremos qué
hacen las Comunidades Autónomas, depositarias de las competencias) con la
enseñanza para adultos, en la que también tuve la oportunidad de ejercitarme. En Galicia, por lo menos, las autoridades no se toman en serio esta
enseñanza, dividida entre los que asisten a clase y los que no, viniendo a
examinarse periódicamente. En mi caso encontré que no existen programaciones
didácticas, probablemente porque se ha asumido que los contenidos a estudiar
quedan reducidos a un esqueleto sin sustancia. Y los alumnos, la mayor parte de
entre treinta y cuarenta años, pero también con menos edad y con más, tienen
una formación deficientísima, con carencias en ortografía, redacción, lectura y
conocimientos elementales. Lo suplen con la formación que han adquirido en la
vida, así como por la facilidad para entender explicaciones que los alumnos
adolescentes (también los hay) generalmente no tienen.
No dispongo de datos para poder explicarme las altas tasas de paro que sufre España,
pero si mi experiencia sirviese de “modelo”, ahí podría estar una de las causas
de aquella situación entre los que no tienen cualificación. No se tiene en
cuenta que las clases vespertinas son a horas muy avanzadas del día, para
facilitar que puedan asistir los que trabajan, lo cual representa una
dificultad añadida, pues los alumnos no están en condiciones de rendir como si
no tuviesen aquella obligación.
La mayor parte de estos alumnos viene a las clases con una finalidad
utilitaria, sin más, porque necesita éste o aquel título para mejorar su posición
en el trabajo, pero no existe, en general, apego o curiosidad por el saber. También
se ve que la mayor parte del alumnado es de condición muy modesta, cuya
formación viene lastrada por la de sus padres. Familias donde ningún miembro ha
estado nunca en una biblioteca, y la mera instrucción de que consulten un diccionario
o un libro determinado les resulta exótico. Prima, no obstante, la consulta en
Internet, lo que no es poco…
Los textos que se imprimen para entregar a los alumnos carecen de todo
atractivo: pobres, sin ilustraciones en la mayor parte de los casos, sin color,
sin materiales complementarios que los profesores, obviamente, estamos obligados
a aportar. El tiempo disponible para seguir los cursos es menor que en un
Instituto convencional, la discontinuidad en la asistencia a clase por parte de
los alumnos es norma, la necesidad de adaptaciones a ellos es constante, pero
fuera de toda lógica, sencillamente porque algunas de sus obligaciones son
incompatibles con la enseñanza tal y como está concebida. Mujeres embarazadas o
que dan a luz, alumnos con horarios laborales alargados en el tiempo, necesidad
de atender a los hijos pequeños o a los padres ancianos… Todo son dificultades
según se puede ver. Los exámenes consisten en un test que los alumnos deben
responder, lo que no permite valorar correctamente el grado de asimilación de
las enseñanzas (o en otras fórmulas poco meditadas según las disciplinas).
También se les exige redactar una explicación sobre un fenómeno y ahí es donde
las respuestas son parcas, deficientes y, en ocasiones, nulas.
Más penosa es la situación de los alumnos que no están obligados a asistir
a clase y vienen a los centros dos veces por curso a examinarse: un gran tropel
se amontona a las puertas del Instituto, son llamados y pasan a las aulas. Solo
observar sus rostros se adivina, en no pocas ocasiones, la inopia en la que
están. Buena parte de ellos entregan el ejercicio a los pocos minutos de haber
comenzado. Otros, tenazmente, tratan de estrujar al máximo sus pocos
conocimientos… pero también hay alumnos con un mérito extraordinario,
que hacen valer su esfuerzo y su interés con muy buenos resultados. Son los
menos.
L. de Guereñu Polán.
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