El artículo 56.3 de la Constitución española señala que la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad. A continuación se añade que sus actos estarán siempre refrendados, careciendo de valor sin dicho refrendo. Cualquier persona que lea las líneas anteriores deducirá –creo- que se refieren al rey en tanto que rey, no como persona particular, y ello es así porque se dice que sus actos estarán siempre refrendados, no pudiendo serlo los supuestos delitos en los que incurriere.
Pero una cosa es lo que
cada uno de nosotros interpretemos, a tenor de la literalidad del artículo
citado, y otra que solo la interpretación que haga el Tribunal Constitucional
es válida jurídicamente hablando, por lo que las demás
interpretaciones huelgan en la práctica.
Uno de los mejores
libros que he leído en los últimos años es el de un autor, Philippe Duplessis
Mornay, que en 1579 publicó “Vindiciae contra Tyrannos”, en el que ya tan
tempranamente decía que “nadie nace rey y nadie puede ser rey por sí mismo,
ni reinar sin un pueblo”. Cierto que el autor escribía al calor de las guerras
de religión en Francia e influido por el luteranismo que ya había triunfado en
varios países europeos.
El autor citado sabía
que el poder de los reyes de origen divino había sido inspirado por personajes
tan antiguos como Pablo de Tarso, Agustín de Hipona y Tomás de Aquino. La frase
que entrecomillé entra en contradicción con el artículo 56.3 de nuestra
Constitución y es improbable que los señores Peces-Barba, Fraga, Herrero, Solé
Tura, Roca, etc., primeros hacedores de la Constitución, no conocieran tal
obra, pues como juristas la habrían estudiado en sus respectivas carreras.
¿Cuál puede ser la
razón del artículo 56.3 sabiendo que cuatro siglos atrás ya no se admitía por
los más modernos tratadistas (luego vinieron Grocio, Hobbes, Rousseau, etc.) una
consideración del rey que tenía más que ver con lo antiguo que con lo moderno?
Probablemente se quiso dar estabilidad a la institución y, probablemente
también, erraron. Hasta tal punto en 1977-1978 estábamos embelesados con el
nuevo régimen que iba a nacer, que el primer rey de España tras la dictadura
fue ungido por un cardenal de la Iglesia católica, en el templo de los
Jerónimos de Madrid, como los reyes de la Edad Media, tratándose de significar
con ello que por medio de dicha Iglesia se transmitía a los reyes el poder
divino.
Incluso Duplessis de
Mornay señala en su obra que el título de rey es un derecho, no una propiedad,
y una función más que una posesión. Pues bien, en la medida en que la monarquía
es hereditaria, pareciera posesión de un linaje, contradicción teórica que las
monarquías modernas no han superado.
Como nuestro autor sabe
que aunque la cabeza del Estado recaiga en alguien que no la ha heredado, también puede delinquir, distingue con mucha sutileza la legitimidad de origen de la de ejercicio.
Prefiero que me alimente un ladrón a ser devorado por el pastor, que un bandido
me haga justicia a que el juez me haga violencia, prefiero un falso tutor que
administre mis bienes al tutor legítimo que los dilapide, dice aproximadamente.
Y luego Duplessis da muestras de una modernidad admirable, pues asegura que el
rey no debe estar nunca por encima de la ley, pudiendo ser juzgado, ni
tumultuosamente ni a la ligera, sino por la autoridad pública. No parece que
esto sea posible hoy en España, a no ser que los hechos –de tener que
producirse- me desmientan.
Los revolucionarios
ingleses en 1688 y los franceses de un siglo más tarde no tuvieron que inventar
nada en el plano teórico; estaba todo escrito. Pero con esto que digo no quiero
entrar a formar parte del coro de acusaciones que se hacen contra uno que fue
rey o contra otro que lo es. Digo que nuestra Constitución, a la que me agarro
como un clavo ardiendo, en lo comentado no estuvo redactada adecuadamente
(salvo mejor opinión).
L. de Guereñu Polán.
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