La monarquía española, se quiera o no, tiene un
vicio de origen que muchos españoles (seguramente una minoría) no olvidan, y
ese vicio es la ilegitimidad con la que nació, de manos y por decisión del
general Franco y de unas Cortes no representativas. Esto llevó a que una parte
de la población española nunca se sintiera identificada con dicha institución,
evocando recurrentemente el régimen republicano, el único antes del actual que
estableció sistemas democráticos en España (junto con el breve reinado de Amadeo
de Saboya).
Juan de Borbón, una vez que se produjo el
alzamiento militar en julio de 1936, se puso al servicio del ejército sublevado
y actuó diplomáticamente en su favor. Una vez que el general Franco se instaló
en el poder y se pudo comprobar que no lo abandonaría, Juan de Borbón (hijo de
Alfonso XIII) jugó todas las cartas posibles: estuvo en contacto con la
oposición democrática (particularmente con Prieto hasta principios de los años
sesenta) y se entrevistó varias veces con el general Franco para conseguir lo
que nunca lograría, que este le cediese el poder.
Tiene razón Javier Tusell cuando dice que
ningún monarca español, salvo Juan Carlos I, aceptó la democracia como forma de
gobierno (ya hemos hecho referencia al breve reinado de Amadeo de Saboya entre
1870 y 1873). Juan de Borbón siempre aspiró a una monarquía como la que había
encarnado su padre: oligárquica, con amplios poderes para el rey que sería el
jefe del ejército. El hecho de que Alfonso XIII se exiliase en Roma (capital de
un estado fascista) le retrata más allá de que hubiese permitido y facilitado
el establecimiento de una dictadura en España. Juan de Borbón se estableció en
otro estado bajo una dictadura, Portugal, gozando de todos los
beneficios de las clases pudientes del entorno de Lisboa. Desde allí organizó
su actividad política conducente a salvar la institución monárquica, que por
otro lado se sabía era la opción del general Franco tras su muerte, pero
también conspiró lo que pudo dentro del régimen español, donde había
monárquicos más o menos afectos a su causa.
Juan de Borbón pudo exiliarse en Lausana,
ciudad suiza donde vivió algún tiempo, o en el sur de de Francia (una república
como Portugal), pero prefirió un régimen donde, habiendo elecciones periódicas,
estas servían para que saliesen a la luz los opositores del régimen y luego
encarcelarles o reprimirles. El escrutinio de los resultados era cosa del
régimen y se falseaba siempre en su favor.
Juan de Borbón aceptó que su hijo Juan Carlos –como
es sabido- se educase en España bajo la atenta mirada del general Franco, que
tuvo el objetivo de que siguiese su obra (vana ilusión, porque una vez muerto
los designios suelen ser libres). Quizá –y esto nunca ha sido aclarado del
todo- tuvo la esperanza el eterno pretendiente de que su hijo, una vez rey,
abdicase a favor del padre, pero esto resultaría demasiado rocambolesco:
estaban los militares afectos a Franco, la inercia de una transición política
con la que ya se había comprometido el rey nombrado y, por último, una oposición
democrática que, si terminó aceptando la monarquía ante la fuerza de los
hechos, no lo habría hecho en la persona de Juan de Borbón, no afecto a la
democracia.
Juan Carlos de Borbón tiene una biografía
repleta de elogios al general Franco, deferencias para con su persona y familia
y, como hemos dicho, esa ilegitimidad de origen que nace de un régimen criminal
que se levantó en armas contra la II
República española, esta sí –con todos los defectos-
democrática. Si los comienzos de su reinado fueron discretos e incluso tuvo una
actitud contraria al golpe de estado de 1981, bueno es recordar las palabras de
Antonio Elorza, bien documentadas a partir de protagonistas de primera fila:
Según
Santiago Carrillo, había una trama política, impulsada por el Rey, para un gobierno
de concentración. (…) El informe de 26 de marzo de 1981 a Helmuth Schmidt del
embajador alemán… señalado por “El País”, según el cual el Rey, sobre el golpe:
1) no se mostró contrario a sus protagonistas: “es más, mostró comprensión,
cuando no simpatía”; 2) “Los cabecillas –dijo- solo pretendían lo que todos
deseábamos”: orden; 3) Había aconsejado reiteradamente a Suárez “que
atendiera a los planteamientos de los militares; hasta que estos decidieron
actuar por su cuenta”. El relato de Carrillo a García Montero y Lagunero cierra
el círculo: había existido una trama política, impulsada por el Rey, para un
gobierno de concentración presidido por Armada (presión regia para traerlo a
Madrid), y aún cuando el Rey prefiriese la solución Calvo Sotelo al dimitir
Suárez, Armada ensayó el golpe, que fracasó por Tejero. El constitucionalismo
del Rey ante TVE y los capitanes generales fue claro; su actuación precedente,
cuestionable, como Rey que quiso indebidamente reinar, en medio del “ruido de
sables”. (Antonio
Elorza, 14 de abril de 2014).
Pero luego vinieron los años de la frivolidad,
los del abandono de sus obligaciones, el encubrimiento a una de sus hijas y
yerno una vez sabía que habían cometido delitos de gran envergadura (les envió
a Estados Unidos). Era la versión de un rey antiguo, alejado de sus primeros
tiempos que, como decimos, nacen de una dictadura. Así, el actual rey es
heredero de ese baldón, y con él tendrá que convivir si no comete otros
errores. Mientras tanto siempre habrá en España un espíritu republicano que va
más allá de que se establezca algún día una república, mientras que la
monarquía tendrá que convivir con su ilegitimidad de origen (solo atemperada
por la Constitución
de 1978): es el precio por salvar una institución antigua en tiempos muy
modernos.
L. de Guereñu Polán.
No hay comentarios:
Publicar un comentario