Cuando en 1933 la II
República ya había pasado por un número realmente elevado de hechos luctuosos,
con muertes y más muertes de campesinos y obreros, guardias civiles y
ciudadanos en general, violencias protagonizadas sobre todo por los los anarquistas
y las fuerzas del orden (particularmente la Guardia Civil), el Partido
Socialista cayó en la cuenta de que su colaboración en el Gobierno con los
republicanos progresistas representaba un gran coste para sus intereses
electorales, más allá de lo fecundo que fue el primer bienio republicano en
materia de legislación social. La no aplicación de la ley por el poder fáctico
de los terratenientes y patronos, la dificultad en notarse los efectos de dicha
legislación, que necesitaba un tiempo, hizo que buena parte de la clase media
(reducida entonces respecto de la actual) y las masas de proletarios que se
extendían por todo el territorio nacional, viesen lo poco útil de una República
que no evitaba, en la práctica, los abusos de los poderosos y las muertes
gratuitas de los humildes.
Es entonces cuando el
PSOE se radicaliza, expresión que se ha utilizado una y otra vez, los
anarquistas se inhiben en las elecciones generales de noviembre y diciembre
(1933) y triunfa la derecha representada por la CEDA y el Partido Radical de A.
Lerroux. ¿Qué había hecho, hasta entonces, el PSOE, su grupo parlamentario –el más
numeroso del Congreso- y los tres ministros socialistas? Comprometerse con el
Estado, republicano, para dotar al país de unas estructuras modernas, sociales
y democráticas, aunque las condiciones fuesen muy contrarias: crisis económic
de 1929, violencia desatada en los centros industriales y en los campos de la
mitad sur de España, odio incubado secularmente.
De la misma forma, el
PSOE fue partidario de comprometerse con una transición a la democracia desde
1977, aún a sabiendas de que el proceso estaba vigilado por militares que
habían participado en la guerra de 1936, firmar los Pactos de la Moncloa aún a
sabiendas de que tendrían una contestación sindical que, sin embargo solo fue
parcial, y apoyar ahora a un Gobierno sostenido por un partido incriminado, en
el intento secesionista e ilegal de los independentistas catalanes. Ello, igual
que en el primer bienio republicano, tiene un coste. Hay otros partidos (o lo
que sean) que prefieren nadar entre dos aguas, sin definirse, y el tiempo dirá
si, al menos electoramente, les da resultado.
La necesidad de una
reforma constitucional como alternativa a la convocatoria de un referéndum que
no tiene amparo legal hoy por hoy, es a mi juicio acertada. Menos claro es el
sentido federalizante que el PSOE dice defender, ya que la descentralización
política en España quizá no tenga parangón en el mundo (excepción hecha de los
estados confederales). ¿Se trata de un gran pacto entre el Estado y las
autoridades de las Comunidades Autónomas, de forma conjunta, no bilateralmente con
cada una de ellas como se hizo durante los años ochenta pasados? Se necesitaría
una gran capacidad política por parte de los actores que no creo se dé, además
de que los independentistas catalanes, hoy por hoy, no entrarían en ese
intento.
Por otro lado está el
acuerdo necesario no ya entre Estado y CCAA, sino entre partidos: mucho me temo
que los acuerdos serían mínimos y, por lo tanto, insuficientes, porque ahora ya
no se trata de conseguir un objetivo compartido como en 1978 (una Constitución
superadora del franquismo y establecedora de la democracia), sino que el
tacticismo de cada uno –más notable en algunos partidos que en otros- prima en
la actualidad. También hay maximalismos que, siendo muy razonables (otros no)
son imposibles de asumir por el partido del actual Gobierno. Por ello tengo el
temor de que, iniciado el proceso de reforma constitucional, el resultado final
resultase peor que el texto actual, en cuyo caso habría que desechar el trabajo
realizado.
¿Es asumible un pacto
constitucional entre PP, PSOE y Ciudadanos? Obviamente no. ¿Es pensabe la
incorporación de otros partidos a un pacto que, obviamente también, tendría que
ser distinto al anterior? Lamentablemente creo que no se dan las condiciones:
ni de sosiego, ni de ilusión colectiva, ni de lealtad entre unos y otros… Esas
condiciones serían necesarias, pero no suficientes; faltaría que quien pilotase
la reforma constitucional no fuese quien ahora preside el Gobierno, sino alguien
con otras miras, otra capacidad, con un verdadero convencimiento de la necesidad de
la reforma y sin el lastre de estar apoyado por la canalla de un partido que
este año se sienta ante los jueces.
L. de Guereñu Polán.
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