España es un país rico en
historia, con un brillante siglo de oro de sus letras, suculento en
jaculatorias tridentinas, las más de las ocasiones pobre como las ratas y casi
siempre escaso de cohesión social. Bordeando con frecuencia desastres
históricos cuya razón no está muy lejos de su escasa entidad cívica y política.
Arrastra una quiebra demográfica a la que no es ajena la raquítica capacidad de
oferta de estabilidad a los segmentos de población en edad fértil o por la
salida al exterior en busca de oportunidades
de miembros de ese mismo colectivo social. Algo no nuevo, que tiene
antecedentes en los siglos XV, XVI y XVII especialmente por la desertización
derivada de la más que dudosa, en orden a sus frutos, “epopeya americana” y las
sangrías interminables de las guerras religioso-imperiales en Europa a las que
nos arrastraba la dinastía de los Austrias, en las que nuestro interés como
país sería bastante difícil de situar.
A lo largo de siglos, las clases
dirigentes con obscena desvergüenza se adueñaron de los intereses del Estado
identificándolos con su avaricia y latrocinio. Se apoderaron de las principales
fuentes de riqueza para satisfacer sus ambiciones. Al tiempo gorrones
improductivos, enrocados en la confesión religiosa imperante y elites de
blasones deslucidos, fueron un brutal peso muerto parasitando la economía. El
proyecto de conformar una idea común de convivencia se vio afectado por la torpeza histórica de
anteponer una unidad a machamartillo frente a la armonización racional de unos
territorios con características, morfología y origen perfectamente
diferenciados, trastocando la pluralidad sistémica en férreo unitarismo,
acentuado a partir del siglo XVIII con la presencia borbónica y la influencia
del criterio administrativista galo.
Hemos sido víctimas de una demoledora dependencia tecnológica externa ante
la incuria de los poderes públicos en la materia, manifestada incluso con inculta suficiencia. Y no menos infecundo fue
el desolado abandono del mundo académico y la atención a las no pocas
privilegiadas mentes de científicos e investigadores nativos, que aún hoy es
fácil hallar ejemplos. La ciencia y la tecnología se convirtieron a lo largo de
la historia en realidad marginal del contexto organizativo español, (que
inventen ellos…). Con ello se impidió la
implementación de las bases sólidas para
conformar a la par que un estado moderno, competitivo y democrático, provocando
con ello que las instituciones estuviesen viciadas por un orden económico
favorecedor de injusticias y tensiones sociales solo solapadas por cortas
bonanzas que velaban una realidad desoladora.
No es mirando hacia atrás como se
afrontan los temas, aunque las miradas retrospectivas sean indispensables.
Nuestra realidad como país ha sido falseada de forma reiterada, en una
caricatura al servicio del imaginario y
sustrato ideológico prevalente en cada momento histórico siendo el más claro
ejemplo, quizás por más próximo, el periodo franquista. Se enmascaró la
realidad fraguando eslóganes demagógicos para emular presunta realidades… por
vía de ejemplo, “España es diferente”, algo que pudiera tener cierto eco en “la
marca España”. Por desgracia el tardofranquismo aun retroalimenta algunos
colectivos y contamina la ideología y retórica de alguna formación política
actual.
La reconstrucción de España, necesitada
de la potente oxigenación de un indispensable periodo constituyente, pasa por solventar
la crisis general de confianza desatada por el colapso económico producto de la
“Gran Estafa” (eso que llaman crisis), la quiebra moral que representa la metástasis de la corrupción
en el tejido institucional y la volatilidad del sentimiento de pertenencia. Es
la voluntad ciudadana quien ha de producir y conformar un espacio de libertad y
legitimidad democrática en el marco armonizado de territorios constituidos en
común desde el respeto a su identidad. Un esfuerzo enorme y generoso, que
cancelando definitivamente el pasado próximo, con sus sevicias y
arbitrariedades, zanje el concepto patrimonial sustituido por el concepto
soberanía ciudadana. Una tarea que debe abordarse sin prejuicios ni mordazas
fácticas, sino desde la respuesta a las necesidades ciudadanas y al sentido
común.
Es un reto para la ciudadanía en
general y para sus sectores más lúcidos, que desde cauces progresistas y
democráticos sean capaces con su dinámica y pedagogía socializar la voluntad de
saneamiento moral y dignificación de las instituciones vehiculando la
recuperación de la soberanía política de la ciudadanía, a la par que la
económica y financiera reposicionándonos en el espacio geográfico europeo
compartido, como adalides de la Europa de los ciudadanos.
Un reto que por su envergadura a
de estar está por encima de intereses partidistas particulares, o del síndrome
de galgos y podencos entre aquellas formaciones que están llamados a
transformar el panorama político en aras de del interés del común.
La “Gran Estafa” debe ser el detonante tanto de
la fortaleza popular, como del despertar de una formación que durante casi siglo y medio ha
sido la voz de solidaridad y justicia social. Y también el final de “la monarquía
consentida”, terminó acuñado con sumo acierto en Argentina, tras la caída del presidente Sr. Juárez Celman,
concuñado y sucesor del todopoderoso general D. Julio Roca y lo que
representaba, consecuencia de la crisis económica del 1890.
Antonio Campos Romay*
*Antonio Campos Romay ha sido
diputado en el Parlamento gallego.
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