La muerte de un inmigrante residente en Madrid,
cuando huía de la policía, que quizá intentaba darle alcance por practicar un
tipo de comercio que se considera ilegal en España, ha destapado lo que ya
debía estar en la agenda de todos los responsables políticos, pero también de
todos los ciudadanos que tienen un mínimo nivel de conciencia sobre el mundo en
el que vivimos y sus problemas irresueltos.
Ya se ha dicho que un deportista de elite no tiene problema alguno para
legalizar su residencia en España –y en otros países- pasando a ingresar
fortunas anuales, mientras que comunidades enteras de inmigrantes permanecen
durante años en la ilegalidad, sometidos a la presión pública y teniendo que
realizar su trabajo en condiciones denigrantes. En un mundo globalizado, donde
cada uno vende y compra donde quiere, va y viene, exporta e importa, mantener
prevenciones sobre la inmigración va quedando fuera de lugar. No ignoro que el
problema tiene difícil solución, por lo que tendría que darse el concurso de
muchas administraciones (Unión Europea, estados, municipios, etc.) para cambiar
la actual situación, verdaderamente injusta.
El inmigrante que se dedica a vender productos
expuestos sobre una manta, cogida en sus cuatro esquinas por un cordel, va a
seguir existiendo mientras dicho inmigrante no tenga otro modo más cómodo de
vida, aunque las policías, las autoridades y la misma divinidad se empeñen en
evitarlo. La sobrevivencia manda sobre todo lo demás. Lo cierto es que los
manteros y otros que practican oficios no reconocidos legalmente no roban,
aunque sí compiten deslealmente con los comerciantes que pagan sus impuestos y
están sometidos a una serie de normas de obligado cumplimiento.
En primer lugar está la Ley de Extranjería en nuestro
país, manifiestamente mejorable; faltan acuerdos con los países de origen de
los inmigrantes para que estos no se vean obligados a abandonarlos; es
necesario que ciertos comportamientos policiales (que estoy seguro son
minoritarios) se moderen e incluso se humanicen, y los Ayuntamientos, sobre
todo de las grandes capitales, deben tener este asunto como prioritario si
quieren evitar convulsiones que lleven a situaciones trágicas. Casi nada: estoy
pidiendo, ni más ni menos, que la riqueza se reparta de manera distinta a como
lo está.
Porque si los estados allegasen recursos
suficientes (y no es posible conseguirlos si no se sacan de donde están, en
manos de las grandes fortunas, empresas y bancos) se podría facilitar la vida
de personas que están ilegales y practican actividades económicas ilegales,
para que viviesen y actuasen en la legalidad. Estados débiles, injusticias;
Estados fuertes (siempre que administrados honradamente), justicia y equidad.
No queda otra.
Como estoy seguro de que en las próximas
décadas, por lo menos, no se conseguirán los objetivos que aquí expongo
(insisto en que el problema entraña enormes dificultades), dentro de poco
tendremos nuevas revueltas, casos dramáticos o trágicos y vuelta a tirarnos de
los pelos. Los que se reclaman progresistas (socialistas o como quieran) han de
saber que con la lógica económica actual no hay solución a graves problemas
sociales que surgen episódicamente, pero que dejan un lastre de dolor que clama
al cielo.
No es posible legalizar el comercio ahora
ilegal porque perjudica al legal; no es posible dar vía libre a toda la
inmigración que se presente porque no se dispone de recursos para atenderla,
pero sí es posible luchar contra el injusto reparto de la riqueza, aunque
difícil, sobre todo si no se tiene el apoyo político suficiente, y no se tiene
–en algún caso particular- porque se ha dilapidado. Además, la solución a estos
problemas ha de ser global, por lo menos a nivel continental, para lo que es
necesario concitar el acuerdo de agentes políticos muy distintos y dispares.
Al menos podríamos tener conciencia de que el
problema que tenemos planteado es a largo plazo, y por lo tanto no debemos caer
en palabrerías vacías de contenido, consistentes en echar la culpa a la policía
o a unos inmigrantes que han sentido en su propia carne la muerte de uno de
ellos.
L. de Guereñu Polán.
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