jueves, 20 de septiembre de 2018

De las desamortizaciones a las inmatriculaciones


¿Cómo es posible que hayamos seguido un camino inverso al de otros países que están en nuestra esfera geopolítica, y la Iglesia española se haya recuperado con tanto éxito desde el momento en que sufrió las grandes desamortizaciones de bienes raíces durante el siglo XIX?

Véase que por muchos embates que la Iglesia haya tenido que sortear, a la postre siempre ha salido airosa: posee hoy una riqueza muy superior a la que poseía en siglos pasados. Las donaciones constantinianas, sobre las que la primitiva Iglesia ya se ocupó en hacer las falsificaciones pertinentes, fueron el origen de una organización que de ser perseguida pasó a perseguidora, de ser minoritaria, pasó a mayoritaria en Europa (luego en América) y de ser una Iglesia pobre, enseguida se convirtió en una Iglesia opulenta.

La gran revolución liberal española, que no fue tan rápida y segura como la francesa, se dio en varios momentos: durante la ocupación del país por las tropas napoleónicas (Constitución de Cádiz, monumento jurídico que ha servido de inspiración para otras constituciones, españolas y de otros países), durante la primera guerra carlista (grandes desamortizaciones eclesiásticas) precisamente cuando estuvo en vigor el Estatuto Real, antítesis de la Constitución gaditana y luego la de 1837, desde 1855 (desamortizaciones generales) y desde 1868 con la “revolución gloriosa”. Todos ellos períodos cortos, convulsos, con oposiciones feroces desde dentro y fuera de España.

La masa de bienes con los que se hizo el Estado en el siglo XIX, sobre todo propiedad de la Iglesia, que esta había acumulado a lo largo de los siglos, constituye un fenómeno revolucionario verdaderamente asombroso. No menos que las artes con las que la Iglesia había llegado a poseer tan monumental patrimonio (dicho sea en el sentido cuantitativo y cualitativo): desde las donaciones piadosas, pasando por los favores reales, nobiliarios, compras, usurpaciones, apropiaciones por deudas… Es notorio el papel en este sentido del abad Cresconio en la Celanova (Ourense) de la Alta Edad Media.

¿Y si el Estado iniciase un proceso desamortizador de los bienes eclesiásticos, hoy, como el que se llevó a cabo desde hace dos centurias? Sería esta política mala y ofensiva mientras las inmatriculaciones llevadas a cabo por la Iglesia buenas y santas? No se dan las condiciones en la actualidad que se dieron en el siglo XIX, ni muchos de los bienes raíces de la Iglesia están hoy “muertos”, ni están interesadas las clases pudientes hoy en adquirir mediante subastas monasterios, hospitales, escuelas, hospicios, fincas y otras propiedades.

La legislación llevada a cabo por el señor Aznar en el año 1998 para que la Iglesia pudiese inmatricular a su favor bienes de la más variada naturaleza, con la sola condición de que no estuviesen registrados a nombre de otros propietarios, es de una perversidad y vileza pocas veces igualable. El favor de la Iglesia oficial al señor Aznar y a su partido ni siquiera justifica expolio tan gigantesco, y digo expolio porque la inmensa mayoría de esos bienes fueron obra del trabajo comunitario, por lo tanto del conjunto de la población. Luego pueden venir los argumentos, tan queridos por la Conferencia Episcopal, sobre los siglos transcurridos desde el uso por parte de la Iglesia y otras consideraciones que, en la mayor parte de los casos, no cuentan con el título de propiedad exigible a cualquier otra persona, física o jurídica.

Menos mal que en el año 2014, ya con otra administración, se reformó la ley hipotecaria poniendo coto al abuso de inmatricular bienes por parte de la Iglesia. Pero el mal estaba hecho. Si la Iglesia no fuese combativa con el Estado democrático, llegaría a un acuerdo con cualquier tipo de gobierno que rigiese los destinos de España, pero la Iglesia, ya mediante los preceptos de su Derecho Canónico, ya de facto, combate a favor de “sus” bienes como si la vida le fuese en ello.

Los españoles, como los de otras épocas, tenemos un problema añadido: la necesidad de recuperar para el bien púbico multitud de bienes de los que la Iglesia se ha apropiado, legal o ilegalmente, durante siglos. No se trata ya de los edificios dedicados al culto religioso (hay países en los que están secularizados, es decir, son propiedad del Estado), sino fincas, negocios, solares, edificios civiles, palacios, prados, caseríos… el universo mundo en manos de una institución humana que pretende tener un origen divino, como los reyes en otros tiempos ya lejanos.

L. de Guereñu Polán.



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