¿Cómo es posible que hayamos
seguido un camino inverso al de otros países que están en nuestra esfera
geopolítica, y la Iglesia española se haya recuperado con tanto éxito desde el
momento en que sufrió las grandes desamortizaciones de bienes raíces durante el
siglo XIX?
Véase que por muchos embates que
la Iglesia haya tenido que sortear, a la postre siempre ha salido airosa: posee
hoy una riqueza muy superior a la que poseía en siglos pasados. Las donaciones
constantinianas, sobre las que la primitiva Iglesia ya se ocupó en hacer las
falsificaciones pertinentes, fueron el origen de una organización que de ser
perseguida pasó a perseguidora, de ser minoritaria, pasó a mayoritaria en
Europa (luego en América) y de ser una Iglesia pobre, enseguida se convirtió en
una Iglesia opulenta.
La gran revolución liberal
española, que no fue tan rápida y segura como la francesa, se dio en varios
momentos: durante la ocupación del país por las tropas napoleónicas (Constitución
de Cádiz, monumento jurídico que ha servido de inspiración para otras
constituciones, españolas y de otros países), durante la primera guerra
carlista (grandes desamortizaciones eclesiásticas) precisamente cuando estuvo
en vigor el Estatuto Real, antítesis de la Constitución gaditana y luego la de 1837,
desde 1855 (desamortizaciones generales) y desde 1868 con la “revolución
gloriosa”. Todos ellos períodos cortos, convulsos, con oposiciones feroces
desde dentro y fuera de España.
La masa de bienes con los que se
hizo el Estado en el siglo XIX, sobre todo propiedad de la Iglesia, que esta
había acumulado a lo largo de los siglos, constituye un fenómeno revolucionario
verdaderamente asombroso. No menos que las artes con las que la Iglesia había
llegado a poseer tan monumental patrimonio (dicho sea en el sentido
cuantitativo y cualitativo): desde las donaciones piadosas, pasando por los
favores reales, nobiliarios, compras, usurpaciones, apropiaciones por deudas…
Es notorio el papel en este sentido del abad Cresconio en la Celanova (Ourense)
de la Alta Edad Media.
¿Y si el Estado iniciase un
proceso desamortizador de los bienes eclesiásticos, hoy, como el que se llevó a
cabo desde hace dos centurias? Sería esta política mala y ofensiva mientras las
inmatriculaciones llevadas a cabo por la Iglesia buenas y santas? No se dan las
condiciones en la actualidad que se dieron en el siglo XIX, ni muchos de los
bienes raíces de la Iglesia están hoy “muertos”, ni están interesadas las
clases pudientes hoy en adquirir mediante subastas monasterios, hospitales, escuelas,
hospicios, fincas y otras propiedades.
La legislación llevada a cabo por
el señor Aznar en el año 1998 para que la Iglesia pudiese inmatricular a su
favor bienes de la más variada naturaleza, con la sola condición de que no
estuviesen registrados a nombre de otros propietarios, es de una perversidad y
vileza pocas veces igualable. El favor de la Iglesia oficial al señor Aznar y a
su partido ni siquiera justifica expolio tan gigantesco, y digo expolio porque la
inmensa mayoría de esos bienes fueron obra del trabajo comunitario, por lo
tanto del conjunto de la población. Luego pueden venir los argumentos, tan
queridos por la Conferencia Episcopal, sobre los siglos transcurridos desde el
uso por parte de la Iglesia y otras consideraciones que, en la mayor parte de
los casos, no cuentan con el título de propiedad exigible a cualquier otra
persona, física o jurídica.
Menos mal que en el año 2014, ya
con otra administración, se reformó la ley hipotecaria poniendo coto al abuso
de inmatricular bienes por parte de la Iglesia. Pero el mal estaba hecho. Si la
Iglesia no fuese combativa con el Estado democrático, llegaría a un acuerdo con
cualquier tipo de gobierno que rigiese los destinos de España, pero la Iglesia,
ya mediante los preceptos de su Derecho Canónico, ya de facto, combate a favor
de “sus” bienes como si la vida le fuese en ello.
Los españoles, como los de otras
épocas, tenemos un problema añadido: la necesidad de recuperar para el bien
púbico multitud de bienes de los que la Iglesia se ha apropiado, legal o
ilegalmente, durante siglos. No se trata ya de los edificios dedicados al culto
religioso (hay países en los que están secularizados, es decir, son propiedad
del Estado), sino fincas, negocios, solares, edificios civiles, palacios,
prados, caseríos… el universo mundo en manos de una institución humana que
pretende tener un origen divino, como los reyes en otros tiempos ya lejanos.
L. de Guereñu Polán.
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