Por “lecciones” no
quiero decir que las hayamos aprendido y ni siquiera que sean compartidas como
yo las expreso aquí. El ser humano ha sufrido epidemias y pandemias a lo largo
de la historia y –luego de aspavientos y muestras de arrepentimiento- todo ha
seguido como si tal cosa.
Los atenienses, en la
antigüedad, sufrieron una epidemia que se extendió por el área de influencia de
la ciudad y no por ello las realizaciones culturales, las victorias y derrotas militares
se resintieron.
En el siglo VI el
Imperio Bizantino se vio sacudido por una gran plaga y –una vez pasado el
tiempo y las catástrofes- la sociedad, los dirigentes políticos, los amigos y
enemigos del Imperio, siguieron a lo suyo. Otro tanto podemos decir, con
algunos matices, de la peste negra medieval, que si bien marcó toda una época
durante casi dos siglos, después de algunas muestras de cambio en las formas
religiosas y artísticas, los seres humanos se siguieron matando, ambicionando,
viviendo y muriendo sin más.
La epidemia de gripe en
1918 no hizo discriminación por edad, sexo u otras circunstancias, si bien los
más pudientes pudieron ponerse a salvo acopiando para sí los mejores antídotos
y los más experimentados médicos. Estaba Europa en el fragor de la Gran Guerra
y luego de ella siguió sufriendo los estragos de aquella pandemia, pero pronto
se apresuraron los europeos (como los japoneses y otros) a enzarzarse en otro
conflicto exponencialmente mayor.
El virus que nos
atenaza desde hace casi dos años (si nos atenemos a los efectos que no fueron
controlados en los lugares donde se produjeron los primeros contagios) es una
manifestación más de la evolución biológica de seres que se incardinan en otros,
no preparados para soportarlos. Algunos pueblos que han sufrido epidemias
recientes (gripe aviar, Ébola, etc.), no han tenido tantas víctimas como las
que se registran actualmente en el mundo rico, porque las defensas biológicas
de sus habitantes están preparadas para los embates. El sida se ha cobrado
hasta la fecha casi cuarenta millones de víctimas, cuatro veces más que el
virus de la COVID19…
Una de las lecciones
que se me ocurren sobre la actual situación es que la comunidad científica está
realmente avanzada para combatir a los virus malignos, y también lo están los
laboratorios farmacéuticos para fabricar los antídotos. Cuando las autoridades
públicas se ponen manos a la obra, también está comprobado que la logística de
distribución de las vacunas pueden llegar a casi todas partes (digo casi siendo
consciente de las graves carencias que aún hay en la “gobernanza” del mundo).
Lo que no tenemos preparado es un sistema público de salud para atender a
pacientes de la más variada condición: ahí están los ancianos de las
residencias, los trabajadores de la sanidad, las personas más vulnerables por
causas patológicas o económicas, etc.
Las políticas de los
países en materia de salud pública quizá estén aun en pañales, y combatir esta
situación cuenta con el obstáculo de las organizaciones (políticas y de otro
orden) que no tienen como prioridad lo público.
Es cierto que las
investigaciones farmacológicas precisan de inversiones gigantescas que en buena
medida proceden de la iniciativa privada, pero los Estados también han puesto
mucho de su parte, y es lógico que se haya abierto el debate sobre la licitud
de las patentes. ¿Tiene alguna lógica, más allá de la económica cortoplacista, que
el interés de los laboratorios esté por encima de la salud pública? No sé si el
señor Biden ha lanzado la idea sobre esta materia en un arrebato de prístina
moral o piensa seguir insistiendo en ello, pero lo cierto es que concentra en
sus manos suficiente poder –igualmente las instituciones europeas y las
organizaciones internacionales- como
para imponer el criterio que más interese a los seres humanos.
En cuanto al
comportamiento de la población no puede ser más variado, y a ello responde el de
los dirigentes políticos: los casos Bolsonaro, Johnson, Trump, etc. son el
resultado de opiniones públicas que no valoran la salud como un bien a
proteger. De ahí los argumentos a favor de la “libertad” para abrir
establecimientos, divertirse desenfadadamente, incumplir las normas
establecidas por las autoridades sanitarias, escabullirse por la gatera de
interés inmediato… cuando si no se combate una enfermedad contagiosa todo se
habrá ido al garete.
Es comprensible que los
pequeños empresarios, los dueños de establecimientos que se sostienen con el
esfuerzo de unas pocas personas, una familia, muestren su preocupación por el
devenir de sus inversiones. Algunos Estados han sido sensibles a esto y han
puesto en marcha políticas de ayudas, pero para que estas ayudas se pueden
implementar, los recursos públicos han de ser suficientes; no vale con decir
que hay que bajar los impuestos o que “bajar impuestos es de izquierdas”
(Zapatero dixit). Ya hace mucho
tiempo que los hacendistas han demostrado que las políticas fiscales han de ser
flexibles y adaptadas a las circunstancias. La presión fiscal ha de ser
selectiva y queda mucho camino por andar para combatir a los “paraísos” (les
llaman) donde van a parar muchos dineros, gran parte de los mismos conseguidos
ilícitamente (corrupción, contrabando, proxenetismo, favores desde la política,
“ingeniería” financiera...).
Vemos que hay sectores de
la población a quienes no parece importar que, contagiados unos, se contagien
otros. Vemos a personas muy insolidarias que rayan la criminalidad en esta
materia. Vemos que hay autoridades que carecen de “auctoritas”, aunque tengan
mucha “potestas”. Inlcuso hay autoridades en la cumbre de la judicatura que
parecen preferir el gusaneo leguleyo a la atención del sentido común.
¿Cómo no va a haber
demagogos en la política si se ven apoyados por las más altas magistraturas de
un país? ¿Cómo van los jóvenes, los maduros y los viejos a tener las
precauciones y la disciplina que se les demanda, si ven a los voceros de la
estupidez actuar con absoluta estulticia? La opinión de un descerebrado
cantante (parece que tocado por algún que otro alucinógeno) pude ser
aprovechado por los nihilistas sin moral, por los descerebrados sin cuento.
Harán bien los jueces
en depurar sus decisiones con la cautela que el bien común demanda; harán bien
los gobiernos en proponer inversiones públicas para la investigación científica
y técnica, que es lo mismo que inversiones en pensamiento y ética; harán bien
los legisladores en tomar buena nota de las consecuencias de políticas no
preventivas, que no tienen en cuenta a esa inmensa mayoría que se encontrará
siempre desvalida si no tiene el amparo del poder público.
Como no cabe pensar que
el egoísmo desaparecerá de la faz de la Tierra por el hecho de que hayan muerto
–y vayan a morir- varios millones de personas por la acción de un virus mutante,
hará bien una sociedad inteligente –y no es posible comprender a todos en esta
categoría- en reflexionar más y vociferar menos.
L. de Guereñu Polán.
No hay comentarios:
Publicar un comentario