Cuando yo era menor de
edad no lo sabía porque nadie me había hablado de la responsabilidad que se
contrae cuando se es mayor de edad (eran tiempos en los que ser menor de edad
era la norma). Cuando fui mayor de edad no me di cuenta de que –al menos
durante unos años- seguía siendo menor de edad, pues ignoraba tantas cosas que
no era sino un adolescente, el que adolece, el que no tiene o no sabe.
Luego fui influido por
algunos, mayores que yo, sobre las bondades del materialismo y otras filosofías
colaterales. Me empapé de dichas filosofías y llegué a creer (y mala cosa para
un materialista si tiene que emplear este verbo) que desde la antigüedad
clásica, pasando por Hegel y algunos de sus discípulos, nada había más acabado
que el materialismo en todas sus manifestaciones. De ahí me hice descreído
(cuando había sido educado en el más acendrado catolicismo) y me tildé de
agnóstico, en lo que demostré cierta madurez, pues lo de ateo siempre me
pareció demasiado categórico: el que ha llegado al ateísmo tras concienzudas
cavilaciones durante años, bien, pero el que a la ligera se califica así, más
bien será cuestión de esnobismo que de otra cosa. Me parecía tan
fundamentalista el creyente a machamartillo como el ateo. De ahí mi adscripción
al escepticismo en materia religiosa.
Nunca dejé de tener, no
obstante, preocupaciones espirituales (lo que es distinto de religiosidad)
quizá debido a la formación recibida en el seno de la familia y de la escuela,
pero también por mi tendencia a cierta mística en el tratamiento de las cosas
que consideraba serias.
Y tuvieron que pasar
muchos años para desengañarme de tanto materialismo; empecé a considerar que
ninguna corriente filosófica era plenamente satisfactoria, como los científicos
han rectificado cientos de veces a sus predecesores; lo mismo los hombres de iglesia
y otras especies.
Volví entonces a mis
lecturas de los antiguos filósofos griegos rondando ya la edad provecta y vi
que Platón es mucho más actual (me refiero a mi periplo vital) que muchos otros
posteriores: como su maestro Sócrates no dejó nada escrito, el alumno se dedicó
a escribir prolíficamente, y lo hizo sobre todo para hablar de la relación ente
lo que considera eterno (el alma o mundo de las ideas) y lo que fluye (la
materia, los sentidos). Volví de nuevo al conocido mito de la caverna donde
unos hombres viven encadenados desde que nacieron, mirando a la pared del fondo
opuesta a la entrada. En dicha pared –como se sabe- y debido a una hoguera, se
reflejaban las sombras de lo que ocurría en el exterior, de forma que aquellos
hombres daban por cierto el mundo de las sombras en vez de lo que realmente
ocurría fuera.
Uno de ellos –dice Platón-
harto de tanta monotonía, salió de la caverna y vio (después de una momentánea
ceguera) la naturaleza con sus plantas, animales y demás cosas. Comprendió
entonces lo equivocado que había estado y corrió al interior para contárselo a
sus compañeros: las sombras no son más que reflejos imperfectos de la realidad,
que está fuera, pero los incrédulos no le hicieron caso y le mataron, como le
ocurrió a Sócrates.
Platón dice que muchos
seres humanos –quizá la mayoría- prefieren seguir en el mundo de las sombras
sin pararse a pensar (¡oh, pensar!) en que puede haber alternativas: salir
fuera y ver por sí mismos la realidad. Este ejemplo está en el diálogo que
Platón tituló “La República”, que a tantos republicanos como aparecen en las
redes sociales les interesaría, donde expone el filosofo que los que filosofan (es
decir, los que piensan) son los que debieran gobernar, y no los demagogos, los
tiranos o los plutócratas.
Como Platón –igual que
la inmensa mayoría de la humanidad- consideraba que estamos formados por un
alma (las ideas) y un cuerpo (los sentidos), siendo así que aquella es permanente,
preexistente a nuestro cuerpo y subsiguiente al mismo, mientras que los
sentidos fluyen, mutan y son, por tanto, poco fiables, vendría bien a los que
se erigen en representantes públicos tener en cuenta las ideas de nuestro
antiguo amigo, pues solo en el alma (el mundo de las ideas) se puede encontrar
la virtud, el sentido de la equidad, de la ética, y no en los sentidos. El
estómago, para Platón, era concupiscente, había que refrenarlo, y ello solo se
puede hacer desde la razón… tan alejada de no pocos gobernantes en su práctica.
L. de Guereñu Polán.
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