jueves, 15 de julio de 2021

Una hora en el puerto

 

                                                             Fotografía de "Faro de Vigo"

Aprovechando la pleamar a las 20,44 horas del día de la fecha, paseé hasta el puerto, o lo que queda de él, en la ciudad de Pontevedra. El fragor de los automóviles que discurren por el puente de la autopista, las dársenas convertidas en aparcaderos para coches y ni un solo barco pesquero, cuando la Pontevedra bajomedieval y moderna había sido capital de los mareantes de Galicia, y a ellos debió, en buena parte, su prosperidad. Ahora, solo unos pocos y desvencijados barcos deportivos…

A lo lejos, mirando hacia la ría, las grúas del puerto de Marín, la autovía que destrozó una zona marismeña y playera, la fábrica de pasta para papel que algunos quieren “fora xa”, sin pararse en las consecuencias para los cientos de familias que viven de ella; los dueños de la fábrica a lo suyo en comunión apretada con las autoridades de la Xunta y, mientras tanto, pendientes de una sentencia judicial que puede condicionar el futuro de la industria más importante de Pontevedra. Nadie habla del necesario pacto interinstitucional para salvar los puestos de trabajo, la ría y las inversiones cuantiosas ahí enterradas. El resto son unos pocos almacenes y empresas ubicadas en las moderadas laderas del interior, teniendo por acceso tortuosas carreteras que proceden del pleno franquismo.

Al otro lado el monte de la Caeira, antaño propiedad de los marqueses de Riestra y hoy maltratado por un sin número de horribles casas que reptan por la pendiente, a cada cual más agresiva con el paisaje: Poio “pequeño” -se decía en mi niñez- San Salvador, densamente poblado pero abandonado a su suerte.

Pontevedra (“modelo de ciudad” dice falsariamente su alcalde) no tiene política industrial desde nunca; habiendo obtenido la capitalidad provincial a duras penas cuando el siglo XIX mediaba, se quedó en una ciudad de pequeños comerciantes, funcionarios y militares de poca monta. Algún noble venido a menos por aquí, picapleitos en corto número y una burguesía provinciana que ha sido bien estudiada por una doctoranda que conozco.

Llegó el ferrocarril cuando la centuria terminaba y no sirvió gran cosa para que la ciudad (ahora ya no villa) prosperase como sí lo hicieron Vigo, A Coruña, Ferrol e incluso otras villas medianas. Pontevedra pasó el franquismo con el título oficioso de “la Atenas de Galicia” por la concentración aquí de algunos de la generación Nós y conservó la leyenda urbana del loro Ravachol como si de un blasón se tratase. El boticario Feijóo debía ser leído, pues eligió tal nombre para el charlatán que hacía las delicias de no pocos frente a la iglesia de la Peregrina, un revolucionario anarquista que pagó con su vida un siglo después de la Revolución Francesa.

Llegó la democracia y se hicieron con el mando municipal unos que veían con desconfianza el nuevo régimen; incluso el alcalde que me tocó sufrir demostró un talante embrutecido y de ignorancia superior. Se perdió mucho tiempo en tonterías y Pontevedra sin planeamiento urbano, sin industria, sin infraestructuras, sin autopista, que algunos decían iba a sangrar Galicia de norte a sur. ¡Cuánta palabrería huera!

Curiosamente la ciudad ha crecido en población por el establecimiento en sus cercanías de la Brigada “Galicia” VII (BRILAT), que aportó varios cientos de familias. Se ha recuperado para los paseantes la zona vieja de la ciudad –como en otras poblaciones gallegas-; ello ha estimulado el sector hostelero, que no es precisamente puntero para los tiempos que vienen; se han abierto nuevos barrios con terrenos ganados para el uso comunitario, modestos en su factura; Pontevedra se ha beneficiado de políticas nacionales y europeas, como es el caso de algunos centros educativos, recursos allegados para infraestructuras...

Los dueños de una empresa maderera, hace unos años, la desmantelaron y se llevaron sus capitales a otros horizontes; ahora un modesto plan urbanístico ha adecentado la zona con edificios exentos, pero lo más notable son los paseos a la vera del Lérez, dejándose acompañar por los piragüistas y los amigos del eje pedalier.

Con casi treinta grados, a las 21,30 de la tarde, regresé de aquellas vistas y pensamientos a casa. ¿Habrá quien comprenda que si una ciudad apuesta solo por el sector servicios, o este es avanzado o está condenada al furgón de cola?

L. de Guereñu Polán.

 

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