sábado, 15 de enero de 2022

ASALTO A LA DEMOCRACIA… Antonio Campos Romay*

 

Una reflexión procedente según se avanza en el primer tercio del siglo XXI, es que nivel de fortaleza tiene la democracia, cuál es su capacidad de supervivencia frente a los elementos nocivos que la acechan, y conque grado de calidad va a sobrevivir.

Dos crisis brutales en el primer tercio del siglo XXI, la Gran Estafa y la Pandemia golpearon de forma cruel las sociedades y su modelo de vida propiciando una crisis general, cuyos efectos se sumaron al no haber casi solución de continuidad entre ambas.

Sus daños colaterales fueron socavar grandes proyectos como la construcción europea que hubo de sufrir el embate más duro desde sus inicios con el desgajamiento del Reino Unido de la iniciativa comunitaria. Unido a ello la deriva autoritaria y desprecio a los valores humanos que le dan razón de ser de algunos de sus miembros, no dejan de ser motivos de inquietud...

En esos mismos efectos colaterales cabe resaltar la preocupante reaparición notoria de movimientos neo-fascistas. Un creciente fundamentalismo asociado a actos violentos. Caudalosos torrentes migratorios no siempre bien asimilados, originados por la desestabilización de Oriente Medio inspirada por EEUU y los procedentes de regiones africanas depauperadas. La acelerada concentración de la riqueza en oligopolios en detrimento del equilibrio social. El recorte indiscriminado al amparo de la coyuntura, de derechos sociales, laborales, e incluso políticos, en tanto la brecha social se agiganta de forma alarmante.

La ecuación se hace más compleja con la presencia de un plantel de caricatos políticos cuya proyección se aúpa, como en los años treinta del siglo pasado, en la angustia de una sociedad enfrentada a un horizonte confuso, agobiada tras un largo periodo de desasosiego.

Son personajes miserables, cuya amoralidad ni les permite ser inmorales. Indiferentes a los valores democráticos, carentes de respeto a las instituciones y cómplices necesarios de un ultra-liberalismo exacerbado y autoritario carente de empatía social. Son la saga ponzoñosa de los Trump, Bolsonaro, Boris Johnson, Orban, Ayuso, Le Pain, Casado…

Asoman su turbiedad cabalgando sobre el miedo de una sociedad enfrentada a un cambio de ciclo que se conforma diametralmente distinto a lo que se tenía por certidumbre, enfrentándola a una encrucijada con más interrogantes que respuestas. Que contempla atónita y paralizada como se quebranta impunemente el Estado de Bienestar y las conquistas sociales que se tenían como intocables, para ser convertidas en factor de especulación.

Como elemento de distracción se eleva a categoría cierto modelo de patriotismo que no deja de ser anécdota en un mundo, ya inevitablemente globalizado, donde la permeabilidad de las fronteras y la movilidad irrefrenable de los capitales pone en cuestión la razón territorial que es armazón de los estados. Se desempolva un modelo de patriotismo que históricamente fue acicate de guerras y enfrentamientos, siempre en detrimento del ser humano. Triste refugio en la diferencia frente a la universalidad. Bernard Shaw gustaba afirmar “Nunca se tendrá un mundo tranquilo hasta que se extirpe el patriotismo en la raza humana”.

Sin llegar a la rotundidad de Oscar Wilde cuando afirmaba “El patriotismo es la virtud de los depravados”, no cabe duda que si hay mucha indecencia oportunista de patriotas de charanga, pandereta y talonario. Que intentan desvirtuar el concepto noble de patria al servicio de sus intereses obscenos. La palabra patria en su boca, se traduce en vulgar mercancía para satisfacer su avaricia y afán de monopolio del poder.

Nada que ver con la grandeza cívica del concepto patria, como espacio común de seres humanos, de derechos civiles, de solidaridad y equidad social. Ajena a definirse por sanguinolentas sajaduras de la tierra disfrazadas de fronteras sobre lo que es hábitat común. Sin falacias de patriotismo constitucional, que no es sino añagaza para esconder la privatización por una facción de un texto común de convivencia.

Entre los muchos retos que plantea este primer tercio del siglo XXI, seguramente el de mayor calado, es justamente evitar el asalto a la democracia, su contaminación. Evitar sean violentados o menoscabados los valores la definen y recuperar la dignidad de las instituciones democráticas.

Hace un siglo Europa asistió atónita al holocausto de más de 60.000.000 de sus ciudadanos provocado por un individuo de esperpéntico bigotito y un histriónico personaje regordete, padres del Eje –aquel si auténticamente del mal-, que medraron ante las miradas indiferentes, tolerantes, cuando no cómplices de las llamadas potencias democráticas, -con especial cobardía de Francia e Inglaterra (traición incluida a la II República Española, primera víctima del fascismo en aquella Europa convulsa) y de la sociedad ilustrada del momento.

Ignorar el pasado, conlleva repetir el drama ya vivido. El fascismo, con distinto ropaje, pero mismo objetivo, acecha a lo largo y ancho de Europa, y desde luego de España, con vuelo de ave carroñera que percibe una posible presa en la que presume agotada e inerme democracia.

*Antonio Campos Romay ha sido diputado en el Parlamento de Galicia

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